domingo, 23 de diciembre de 2012

Recuperar la visión de la eternidad

Los tiempos difíciles que nos ha tocado vivir, junto con el hecho de que uno se va haciendo mayor, hace que nos planteemos cosas que antes nunca habíamos hecho. Vienen preguntas a nuestra mente que antes no nos hacíamos. Observamos el mundo desde una óptica distinta a la de hace algunos años. Y sobre todo, en nuestro caso, hacemos una lectura nueva de la Biblia porque nuestra visión de la vida ha cambiado. Con el paso de la vida, nuestro pensamiento respecto a Dios y de su actuación se va transformando. Y nos ocurre como a los niños, que de la misma manera que su cuerpo se vuelve flexible frente a las caídas (solemos decir que son de goma), nuestra mente se vuelve flexible. Y cuando pasas la barrera de cierta edad, la flexibilidad mental se va convirtiendo en un derecho adquirido. Y ejercer ese derecho es lo que nos permite sobrevivir en medio del caos que tenemos que soportar por el hecho de ser seres humanos. Y queramos o no, mientras estemos en este mundo, somos ciudadanos de este reino. Y por lo tanto, tendremos que soportar, como todos, las contrariedades de la vida: reiremos, lloraremos, gozaremos, sufriremos, viviremos y también moriremos. De esto no cabe la menor duda. Porque mientras estemos en este mundo, somos ciudadanos de este reino.

Una ciudadanía que adquirimos al nacer y que nos otorga el derecho de formar parte de un sistema donde todos estamos condenados a tener que soportar todo lo que aparezca durante el desarrollo de nuestra existencia. Y eso no es algo que nos otorgan las Constituciones o los gobernantes de este mundo, sino que nos viene impuesto por el hecho de nacer, ya que nuestro nacimiento da continuidad al sistema de vida que provocaron nuestros primeros padres con su rechazo a Dios. Un rechazo que lleva consigo el hecho de que fueran expulsados del paraíso donde vivían en armonía, en equilibrio, paz, estabilidad y todo esto en un estado de eternidad, que lo hacía ser diferente a toda la creación, porque la creación entera se encuentra sujeta al cambio, a la crisis, a la transformación, a la muerte, para continuar existiendo.

Cuando el ser humano rechaza a Dios, es expulsado del paraíso y entregado al orden que rige en la creación, una creación que se encuentra en continua renovación y que se va a ver afectada por la entrada del ser caído en su sistema y que hasta el día de hoy gime con dolores de parto esperando el día de la redención; y no solo ella sino que también, nos dice Pablo en Romanos, nosotros gemimos esperando ese día.

Y la verdad es que, seamos creyentes o no, el gemir es consustancial a la naturaleza humana, porque vivimos perdidos en una especie de bosque donde las únicas dos certezas que tenemos son nuestra madre y que la muerte llegará, y en medio de esas dos certezas, un sinfín de incertidumbres. Un bosque donde nadie conoce el camino de salida y mientras lo buscamos merodean alrededor nuestro toda especie de peligros que ponen en jaque continuamente nuestra felicidad, nuestro bienestar, y donde al final, tarde o temprano, ese bosque nos devorará poniendo fin a nuestra vida. Y nosotros, como creyentes, nos encontramos metidos en el bosque, pero con una diferencia vital, que por la gracia de Dios sabemos que el final de nuestra existencia provocará nuestra liberación. Por eso, como creyentes no podemos ver a la muerte como un castigo divino, sino como un acto de misericordia de Dios porque es nuestra oportunidad para despertar a la eternidad. Eternidad, un concepto al que haríamos bien poner nuestra mirada porque en cierta manera debe marcar nuestra humanidad y sobre todo nuestra fe.

Nos dice Eclesiastés (3:11) que “Dios ha puesto eternidad en el corazón del hombre sin que éste alcance a entender la obra que se ha operado en él desde el principio hasta el fin”. Y es bien cierto que el hombre, como nos dice Pablo en Romanos (cap. 1), con su corazón entenebrecido y su razonamiento envanecido, no quiere entender que Dios lo creó, y al hacerlo, puso el sello de la eternidad en su corazón. El hombre no quiere entender que la creación del hombre fue algo especial para Dios, porque Él quería que el hombre, a diferencia del resto de la creación, tuviera una estrecha vinculación con Él. Y para poder disfrutar de la relación de Dios con el hombre y de éste con Dios, el hombre es creado con la condición eterna.

Cuando nuestros primeros padres decidieron cortar con la relación amorosa de Dios, nos cuenta el relato del Génesis (cap. 3), que son condenados a vivir bajo el sometimiento del orden de la creación. Son condenados a vivir bajo la tiranía de la tierra y a vivir de ella, expuestos a todo tipo de peligros en un continuo enfrentamiento abierto con la naturaleza y con ellos mismos. Un orden de cosas que irán sucediendo hasta que el cuerpo con el que fue creado llegue a su fin. El sello de la caducidad del cuerpo es el pago al que tiene que hacer frente el ser humano.

No obstante, el hombre continúa teniendo su condición de eternidad porque así Dios lo creó. Y aquí es donde recae el mayor peso del castigo de Dios hacia el ser humano. Porque lo que estaba en juego, no era la muerte en sí, sino dónde, cómo y con quién desarrollar y compartir la eternidad con la que hemos sido creados. La muerte se convierte así en la puerta de acceso a la mayor expresión de la separación del hombre con respecto a Dios: vivir eternamente sin Dios. Porque la muerte solo es el fin de la corporeidad, de lo físico, de lo material, para dar inicio a lo espiritual. Es la salida de lo temporal, de lo espacial, para dar inicio a lo atemporal, a lo que no forma parte del espacio que contiene la materia existente. Es por ello que “está establecido para los hombres que mueran….y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27).

Pero si bien es cierto que la Biblia nos habla del hecho pasado de cómo se originó la separación del hombre de Dios y de cuáles fueron sus consecuencias, también es cierto que resalta en toda su magnitud la generosidad de Dios en la búsqueda y encuentro del hombre, a través de la proclamación de lo que ha hecho su Hijo en cuanto a su ofrecimiento para que, de la misma manera que en Adán todos morimos, en Cristo todos podamos ser vivificados (1ª Cor. 15:22). Un ofrecimiento que posibilita la recuperación de aquello para lo cual fuimos creados en estado de eternidad, porque la eternidad no es un ofrecimiento al hombre para que éste la lleve en soledad, sino para que la comparta en relación con Dios. Y porque Dios es eterno, quiere mantener una relación eterna con su creatura.

Dios desea compartir su eternidad con el hombre. Y porque ese es su anhelo, sale al encuentro del hombre a pesar de su rechazo. Mucho tiempo ha transcurrido desde que comenzó la historia de la salvación. Una historia que supera con creces la parábola del hijo pródigo, una historia en la que la realidad supera toda ficción, porque es el Padre quien no espera a que el hijo vuelva sino que va a buscarlo, va a su encuentro para que forme parte de su realidad. Y en este proceso existen dos elementos importantes: el de la encarnación y el desarrollo de la encarnación.

Es bien cierto que, cuando pensamos en nuestra redención, centramos toda nuestra atención en la cruz. Y así debe ser, porque la cruz se nos muestra como el elemento explicativo de todo lo que ha acontecido en el Hijo. Sin embargo, no podemos hacer recaer en la cruz todo el peso de nuestra redención, porque estaríamos perdiendo de vista el elemento central de la historia de la salvación, que no es otro que “el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Porque desde el mismo instante en que el Hijo opta por encarnarse y formar parte de nuestro tiempo y espacio, de formar parte de nuestra humanidad, la muerte no es una opción sino una consecuencia de la encarnación. Pero si bien la muerte en el hombre se produce por la desobediencia, en el Hijo se produce por la obediencia. El Hijo no muere por castigo, sino por su opción de obediencia (por eso la muerte no pudo retenerlo). Así pues, lo que provoca nuestra redención no es la muerte en sí misma, sino la vida en obediencia que provoca esa muerte.

Su vida en obediencia no es otra que la que encontramos en los relatos de los evangelios. Relatos que nos muestran que el Hijo no solo optó por encarnarse con todas sus consecuencias, sino también cuál fue su opción en cómo llevar a cabo el desarrollo de su encarnación (Fil. 2:7-8). Jesús podría haber optado por ser comedido con los líderes religiosos, respetuoso, crítico pero no destructivo; podría haber sido amable con los líderes políticos, políticamente correcto, invitarlos a sus mítines, condescendientes con ellos; podría haber manipulado a sus conciudadanos, utilizarlos para ejercer presión sobre el poder, dejar que lo proclamaran como su líder. Sin embargo, su opción fue la denuncia, la acusación, poniéndose del lado de los miserables, de los desahuciados, de los sin nada. Su opción no fue vivir o morir, sino de qué manera morir como consecuencia de cómo decidió desarrollar su encarnación.

Una encarnación realizada en obediencia es la que hace posible que, el que vive para siempre, no vive solo para sí, sino que continúa siendo el hombre para los demás: vive y da la vida. Una vida que alcanza su plenitud en las palabras de Jesús en su oración al Padre: “para que seamos uno” con Dios, porque la eternidad consiste “en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero” (Jn. 17:21,3). El Dios eterno anhela tener una relación de amor eterno con su creatura, por eso el pacto realizado es eterno (Hebreos 6:17-20).

Ahora, el énfasis no es tanto hablar del hecho pasado como garante de mantener vivo lo que ha acontecido, porque la gracia de Dios expresada a través de la obra del Hijo y la acción del Espíritu, ha hecho posible que nuestra eternidad la vivamos en armonía con El. Tenemos ya garantizado nuestro futuro en El y nada ni nadie nos podrá arrebatar la nueva realidad que tenemos (1ª Cor. 8:38-39).

Es por ello que tenemos que avanzar en la reflexión y comprensión de esta nueva existencia que ha acontecido en Cristo para que la realidad futura que nos espera afecte muy seriamente a nuestro interior, para poder avanzar en medio de los conflictos internos y externos que mantenemos con nuestra realidad histórica. Una realidad en la que cada día nos vemos superados por las situaciones a las que nos tenemos que enfrentar. Frente a esto la exhortación que se nos hace no es la de vivir felices y contentos, ajenos al dolor y la desesperación, sino a la de “correr con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1), porque “el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Y para que esta paciencia, a la que somos exhortados, se manifieste en nuestros conflictos diarios, tenemos que asumir en nuestra existencia, no tanto lo que acontecerá, sino lo que ya ha acontecido en el Hijo: que nos aguarda “la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13) para que disfrutemos por la eternidad de una relación de amor con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu santo. Mientras tanto, lloraremos y sufriremos, pero recibiremos consolación cuando seamos capaces de mantener viva la visión de aquello que nos espera.