jueves, 24 de marzo de 2016

Sentimiento de culpa


Las sociedades, siempre y en todo momento están sometidas a la divinidad, a una instancia altiva, que en unos casos podemos llamarle Dios, padres o en otros casos podemos llamar legalidad. Este proceso de sometimiento comenzaría ya de pequeños, durante la etapa de desarrollo determinante donde se aprenden los patrones principales de comportamiento que regirán los años posteriores de vida. Y así se mantendrá hasta el momento en que, debido al desarrollo y maduración propia de la persona, ésta ha de comenzar a integrar las normas familiares a las suyas propias, a su código, que poco a poco va tomando forma. Con el paso de los años, esta reafirmación va tomando relevancia y la persona acaba o revelándose o sometiéndose al principio regulador impuesto.

En este proceso de aprendizaje existencial llega el momento en que uno tiene que decidir por ser uno mismo o sustituir la experiencia del “mi mismo” por el criterio del otro. Y es en esta decisión donde comienza a generarse el sentimiento de culpa. Porque la culpa se genera “en relación a”, entre un yo y un tu. Un yo que pretende ser uno, se tiene que enfrentar a los principios reguladores impuestos por la sociedad, la ley y la religión. Este enfrentamiento va a generar en la persona un conflicto interno porque el deseo y la satisfacción del yo van a encontrar dificultades para que puedan manifestarse frente al criterio del tu (si yo soy uno raramente podré ser culpable y estaré tranquilo. Si yo soy dos, el otro siempre puede ser alguien con criterio para guiarme). Si yo siento “X” y lo establecido por el otro es sentir “Y”, me voy a sentir culpable por no sentir “Y”. Y esta situación va a generar en mi vida indecisión y ansiedad.

Dentro de los principios reguladores que la sociedad nos impone, y nos dicen cómo tenemos que sentir, pensar y hablar (en definitiva cómo tenemos que vivir), los que más relevancia tienen por cómo nos afecta como personas, son los principios de la religión. En la obligación de cumplir con estos principios es donde más se pone de manifiesto que el sentimiento de culpa es la expresión del miedo de ser censurado por Dios y desaprobado por la comunidad. Aquí es donde más se puede percibir que el miedo es utilizado como originador de la culpa. La religión, que es una experiencia humana de primera categoría, trata de que integremos en nuestra vida un patrón de comportamientos desde la concepción de un Dios que es emblema de la autoridad y del dominio. Una figura autoritativa y amenazadora que ha resultado ser siempre beneficiosa para manipular las conciencias y anular la autonomía de la comunidad religiosa, estableciendo figuras paternas sustitutivas, arropadas en el culto a la personalidad de los líderes.

¿Cuáles son los mecanismos que hacen posible que esta imagen de Dios penetre en la persona para llevarla a un estado de miedo y culpabilidad?. Porque el sistema religioso eclesiástico siempre ha intentado por todos los medios, presentar a Dios como una figura indignada y celosa de la libertad humana, ya que todo ser humano está necesariamente condenado al fracaso. Por eso siempre ha sido necesario para poder poner orden en la naturaleza, que Dios, a través de sus representantes, guíe a los hombres por las sendas de justicia. Y el mejor modo de hacerlo es echar mano de lo que más rentable le ha resultado al sistema religioso: el miedo.

Y para que este miedo sea una constante dentro de la comunidad, se lleva a cabo el desarrollo de tres fases: 1.- Una fase en la que se va asumiendo al líder como representante de la norma. 2.- Una fase en la que el líder va asumiendo el rol de que él es el único con la capacidad de interpretar la norma. 3.- Una fase en la que la comunidad asume el sometimiento a la norma, viviendo con la carga del castigo en caso de no hacerlo. Y cuando una persona se mira únicamente en este espejo, acaba proyectando esta dinámica sobre su entorno, deformando su propia realidad y la de los demás.

1.-  Representación de la norma

Partiendo de la verdad bíblica de que Dios es nuestro padre, establecemos mentalmente al líder como figura paterna sustitutiva, de tal forma que él es el representante de Dios en la comunidad. A través de una pastoral paterna, de mensajes con una carga excesiva de sentimentalismo, del uso de palabras tiernas y compasivas, se puede llegar fácilmente a rendir culto a la personalidad del líder (eso sin contar aquellos que usan el caballo de Espartero como espejo –el que tenga oídos para oír, oiga-). Y él, por ser quien es, se convierte en poseedor de la norma por la cual ha de regirse la comunidad. Por lo tanto, él parece tener toda la libertad para imputar al otro. Una libertad del todo dada y legítima, teniendo en cuenta que tiene institucionalizada la pena de su incumplimiento en el castigo, que acostumbra a ser la forma de expiación de la culpa. Y en este caso partimos que es una libertad apoyada en la Biblia, la palabra de Dios. Por lo tanto, el líder se convierte en una instancia sólida y omnipotente en su tarea de detección de modelos de comportamiento no apto, teniendo él la libertad absoluta y legítima de cuestionarlos.

2.-  Interpretación de la norma

Para que el líder tenga la fuerza legítima, sería necesario que para poder ser regulador del comportamiento de la comunidad, fuera igualmente emisor de la norma. Y en nuestro caso, como la norma está expuesta a interpretación porque es una norma escrita, y además hace siglos, el que tiene autoridad para hacerlo se convierte en emisor de la misma, permitiendo que lo subjetivo pase a ser objetivo. En última instancia, el que tiene capacidad de interpretar la norma, es el que define el objetivo y punto de partida del comportamiento adecuado, lo que supondría o no una conducta imputable de culpabilidad. De esta manera, el conflicto estaría asegurado, pues tendríamos un enfrentamiento de posiciones que estarían definidas dentro de una relación de verticalidad que da todo el sentido al conflicto, con una polaridad integrada porque yo, que soy el culpable, expreso el cómo vivo las situaciones, mientras que el otro, que es el que culpa, me dice cómo debería vivirlas. No tendría ningún sentido el conflicto si la relación partiera desde una horizontalidad sin que ninguno de los dos fuera poseedor de los principios reguladores de la vida comunitaria. Sin embargo, este conflicto estará siempre presente porque como dice un teólogo (André Beauchamp): “mientras que en el discurso teológico, la gravedad de la conducta viene definida por la conciencia, en el discurso pastoral se da a entender que la gravedad de la materia depende de la opinión de la autoridad”. Poniendo de manifiesto que existe una mala interpretación del discurso bíblico para poder dar un enfoque manipulador al cómo hemos de vivir.

3.-  Sometimiento a la norma

En esta gran casa que es el mundo y que está habitado por personas, existe una relación estrecha entre evaluador y evaluado. Y en esta relación, tanto culpable como el que culpa, mantienen una relación de dependencia, donde el acusador actúa desde una instancia elevada a la que podríamos llamar justicia, moral o valores y el culpable actúa desde la admisión de esos valores. Y asumiendo la culpa impuesta por el incumplimiento de esos valores se admite la superioridad del otro y que éste sea nuestro guía.

En nuestro espacio comunitario, la instancia elevada usada por el acusador se llama Biblia que es, ni más ni menos, que la mismísima palabra de Dios. Y por medio de esa palabra se nos inculca el sentimiento de culpa. Un sentimiento que nos deja inmóviles, que no nos permite actuar por miedo a ser censurado por Dios y desaprobado por la comunidad. Un miedo que nos vuelve pasivos y siempre subordinados a esa instancia altiva. Una subordinación alimentada con conceptos como infierno, pecado, mundo, carne, esclavitud, excomunión, Dios nos ve, falta de asistencia a los cultos, ética, moralidad, etc.,etc.

Poco a poco nos convertimos en profetas del comportamiento del otro cuando incorporamos a nuestro lenguaje la sentencia: “así dice el Señor”, para definir a continuación el patrón de comportamientos que debe regir en nuestra vida, instalando así el sentimiento de culpa en el caso de que no vivamos de acuerdo con lo que se espera de nosotros. Una culpa que me impide vivir y ser yo mismo y que me garantiza vivir con miedos y dolor.

4.-  Desacralización de la culpa

Frente a una situación así, nos dice Paul Ricoeur, en un estudio sobre la acusación, que debemos “evitar que la característica de una ética religiosa consista simplemente en vincular la norma con la voluntad divina. No debería limitarse la religión a ser una mera sacralización de las prohibiciones”. Por eso, en nuestro espacio comunitario, debemos aprender a desacralizar la culpa mediante la identificación de la misma para que podamos abrir el camino de la reparación. Una reparación que consiste en poder acceder a la libertad y a la responsabilidad para poder ir abriéndome a posibilidades de ir creciendo escogiendo y, por tanto, a dejar de sentir culpa.

         4.1  Una reparación marcada por el acceso a la libertad que no significa ausencia de ley y vinculación a las normas, sino capacidad de discernimiento libre y de decisión autónoma. Es llegar a una etapa de maduración donde poder desarrollarnos en un espacio de autonomía donde cada uno decide para su vida lo que está bien y lo que está mal, sin estar controlados ni manipulados por otros que tratan de decirnos, en nombre de Dios, cómo hemos de vivir. Sin embargo, el uso de la libertad autónoma dentro de la comunidad, se vive a menudo como una transgresión que es menester satanizar mediante la presentación de un Dios como figura indignada y celosa de la libertad humana. En este sentido, Jesús de Nazaret anunció un Dios que rompía con estos moldes. Por eso su mensaje, demasiado original para ser tolerado, enfatizaba la búsqueda de la libertad, de la autonomía, mediante el conocimiento de la verdad. Lógicamente, este discurso teológico es rápidamente domesticado y sacado del discurso pastoral.

No obstante, “mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles” (1ª Corintios 8:9), porque “no en todos hay este conocimiento” (v.7). Por lo tanto, sepamos ser prudentes en la práctica de nuestra libertad porque podríamos estar alimentando el sentimiento de culpa en aquellos que aún no han interiorizado el conocimiento de que se tiene que vivir en esta libertad. Por eso, frente aquellos que “son estimulados” a vivir en libertad, a causa de nuestro ejemplo, sin estar preparados en conciencia, debemos dedicar toda nuestra atención para dirigirlos hacia el conocimiento de la libertad que tenemos en Cristo Jesús.

         4.2  Una reparación marcada por el acceso a la responsabilidad porque vivir en un espacio de libertad, es tomar las riendas de mi vida y responder a mi mismo, a la voz de mi conciencia. Por eso, acceder a la libertad implica acceder a la responsabilidad que viene a ser nada menos que el presupuesto de la libertad. Sin responsabilidad, la libertad derivaría en libertinaje, puesto que nos veríamos privados de la capacidad de respuesta ante nosotros. Y antes que buscar elementos justificativos ante los demás del resultado de nuestra conducta, es ante nuestra conciencia con quien tenemos que rendir cuentas. Por eso, una persona que vive de forma autónoma, sabrá responder responsablemente ante las acciones y actitudes que van de acuerdo con su conciencia y ante la llamada de los valores que lo humanizan.

En este sentido, autonomía y responsabilidad conforman los ejes centrales de la conversión, porque conversión no significa rendirse a la sumisión, sino que conversión, como nos dice un teólogo catalán: “es un acceso a la condición adulta de la experiencia religiosa, a la capacidad de vivir liberándonos progresivamente de las leyes, sumisiones y ritualismos ligados a las etapas infantiles”.
Somos adultos y, como tales, Dios nos invita a la fiesta, a la alegría del perdón por su gracia. Un perdón gratuito libre de imposiciones, que tanto nos cuesta aceptar y por eso decidimos administrarlo bajo nuestro control, imponiendo cargas que se hacen insoportables de llevar y que nos conducen a vivir bajo la amargura del sentimiento de culpa.
Como nos dice el mismo teólogo: “la iglesia realizaría una labor humanizadora importantísima si acertase a establecer unos signos que mostrasen que los mecanismos de la culpa pueden romperse gracias al anuncio de un perdón gratuito sin ningún interés de control ni de compensación.”

 

 

        

 

martes, 1 de marzo de 2016

Una visión del hombre desde la periferia (2)


1.-  Una mirada desacralizadora

Desde el conocimiento de nuestro ámbito evangélico, de lo que somos y de lo que cada uno de nosotros llevamos dentro de nuestra mochila, podemos decir que ésta va a ser una de las miradas más difíciles de llevar a la práctica. Porque tener una mirada desacralizadora  implica tener una pérdida del carácter sagrado respecto al espacio donde desarrollamos nuestra fe. Deshacernos de nuestros hábitos religiosos y tener que aprender a vivir sin tener que depender de ellos, haciendo que nuestra vida se realice de forma independiente de los elementos sacrales y religiosos. Para nosotros, tener una mirada desacralizadora puede representar el vivir en la orfandad, porque podemos llegar a tener cierto sentimiento de vacío, porque esa mirada nos lleva a liberar a la fe de los esquemas impuestos. Es llevarla al límite de la desnudez, donde la fe ya no vive al amparo de los ritos, de la liturgia, de la simbología. Pongamos un ejemplo: El elemento esencial de la cena es el contacto de unos con los otros en el encuentro mutuo, en un espacio donde brota el diálogo. En ningún momento el discurso bíblico nos muestra que la necesidad de un local y muchos menos que haya una liturgia solemne, sea lo que define la cena. En eso consiste la desacralización de nuestro espacio.
Un espacio en el que nos encontramos tan ligados a nuestros compromisos religiosos, tan impregnados de todas aquellas cosas que, formando parte de la tradición y de nuestras costumbres comunitarias, se han ido abriendo paso entre lo divino hasta convertirse en aspectos esenciales de nuestra vida comunitaria. Un espacio que viene a ser como una burbuja invisible que nos rodea y que tendemos a preservar con más o menos contundencia porque lo necesitamos a nuestro alrededor para sentirnos seguros, tranquilos y libres. Estamos tan sacralizados que nos cuesta encontrar un espacio donde podamos ver al hombre cara a cara. Es por eso que el desarrollo de nuestra fe debe estar caracterizada por una pérdida de lo sagrado en favor de un encuentro con lo humano. Cerrarnos a lo que nosotros consideramos divino, para abrirnos al hombre.
Para tener acceso a esta mirada, tenemos que adquirir conciencia de que debemos despojarnos de lo divino. Y en este sentido, nuestro paradigma no puede ser otro que el mismo Jesús, quien rompió los esquemas de lo divino para tener un acercamiento con lo humano. Un acercamiento que se produce desde el mismo instante de su nacimiento, porque éste ya vino marcado por un despojo de la divinidad (Fil. 2).
Desde el mismo instante en que Jesús toma conciencia de su vocación, su fijación no es presentarse ante el pueblo como aquel que cumple con todos los requisitos de la ley, llevando una vida social exquisita para que la gente pueda ver en él el paradigma de lo que es vivir en la ley. Lejos de esta realidad, Jesús comienza a ser conocido y termina siendo temido hasta acabar siendo condenado por sus continuos quebrantos de la ley. Porque la mirada de Jesús va dirigida a los hombres y mujeres de su tiempo. Y a ellos se abre para acercarles el reino, que no es otra cosa que transmitirles la realidad de la presencia de Dios en medio de ellos. Y a través de esa presencia poder comprobar su amor, su generosidad, su cercanía, su preocupación. En tiempos de Jesús, a esa actitud se le calificaba como ser comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores, blasfemo, hijo del diablo y mentiroso. Pero a Jesús no le importó, sino que desde lo inmundo se abrió a los que eran inmundos, desde la miseria se abrió a los miserables, desde la impureza se abrió a los impuros y desde la condena se abrió a los condenados. Todo con el propósito de buscar la reparación en el ser humano. Por eso, su mirada también es

2.-  Una mirada reparadora
 
Por eso su acercamiento a las personas que le rodean se produce desde un marco reparador. Atiende a las personas que están rotas para componerlas, para subsanar los daños que han provocado la situación en que se encuentran. Unos daños que no solo se han producido por su incredulidad en el Dios de Israel, sino sobre todo por la perversa enseñanza de los líderes religiosos en cuanto a la persona de Dios y su relación con el ser humano. De ahí que Jesús tenga la capacidad de identificarse con la gente sencilla compartiendo con ellos sus sentimientos y, en cambio, sienta la necesidad de ser duro y violento con los líderes religiosos (Mt. 23). Porque la mirada que ellos tienen sobre la gente, proyecta un pensamiento condenatorio por su indignidad de poderse presentar ante Dios por su falta de pureza. Hablando en nombre de Dios, deciden quién podía o no ser dignos de la gracia de Dios.
Con el paso de los años, este pensamiento tradicional se ha ido manteniendo firme entre el cristianismo, proclamando a viva voz que el ser humano está hundido y necesariamente condenado al fracaso. Y continuamos, hablando en nombre de Dios, decidiendo quién puede o no presentarse delante de Dios. Lamentablemente, este pensamiento nos lleva a tener una mirada del hombre como alguien que no tiene remedio, que no puede repararse. Pero como todos sabemos, y proclamamos, por la gracia de Dios el hombre puede ordenar sus pensamientos y componer las roturas producidas en su vida. Por eso la realidad primera de Jesús no es el pecado, sino la gracia. Para él lo verdaderamente urgente es que las personas descubrieran el amor de Dios, la belleza de la alianza, la libertad de la gracia y de la salvación para después, poder comprender la situación anterior en que se encontraban de esclavitud y pecado. Porque el sentido del pecado consiste en el descubrimiento de la satisfacción que produce el conocimiento del amor de Dios. Cuando somos inundados por el amor de Dios, es cuando percibimos nuestro pecado.
Por eso la proclamación de Jesús no iba dirigida hacia una cristianización de las masas, como puede ser nuestra manera de entender la evangelización, sino hacia una recuperación de la humanización del hombre. Una función reparadora que va dirigida hacia el descubrimiento y potenciación de los valores que forman parte de la esencia del ser humano. Que son hombres y mujeres con capacidad de amar a Dios y al prójimo; que son capaces de buscar el bien y llevarlo a la práctica. Con este fin, Jesús realiza un vasto despliegue de la gracia de Dios mediante la cual deja bien patente que Dios sale al encuentro del hombre, sea quien sea, sea como sea, para mostrarle la intensidad de su amor y que el disfrute de su amor no está condicionado por nada ni por nadie. De esta manera, Jesús devuelve la dignidad al ser humano rompiendo con los mitos impuestos por los religiosos de que el hombre no puede ser merecedor de la generosidad de Dios. Con el “ve y no peques más” se produce el inicio del camino hacia el encuentro con lo humano. La esperanza de conseguir la recuperación de la dignidad perdida. A esto se refiere Pablo cuando comenta: “esto erais antes……mas ahora….” 
El movimiento que Jesús pone en marcha mediante su actuación, es la necesidad de resituar de nuevo al hombre dentro de la experiencia gozosa de la gracia y del amor de Dios. Es por esto que Jesús mantiene una mirada esperanzadora de que lo imposible se hace posible: el hombre puede llegar a ser enteramente hombre y no puede renunciar a esto.

3.-  Una mirada esperanzadora

Con la llegada del reino, el hombre tiene la posibilidad de abrirse hacia un futuro mejor. Un futuro que se presenta como alcanzable, mediante la aceptación de la gracia de Dios manifestada en la cercanía del reino a través de Jesús. Y en esa aceptación Jesús mantiene viva la esperanza de que el hombre retome su dignidad.
Es por esto que debemos ver la proclamación de Jesús: “el reino de Dios se ha acercado”, como el elemento primordial de su vocación y a éste se van agregando otros para conformar como un todo su ministerio. Un ministerio que tenemos que analizar en su totalidad pero tomando la proximidad del reino como núcleo central del  mismo.
Mediante la proclamación de la cercanía del reino, Jesús pone en cuestión la sociedad religiosa y política de su tiempo en todo aquello que tenía de injusta y de contraria a la libertad y el amor. Y por esto Jesús muere víctima de las estructuras sociales, culturales, políticas y religiosas, porque su vida fue una protesta y un esfuerzo de liberación en relación a este estado de cosas. Y además incitó a sus oyentes a tomar postura para que tomara partido contra todas las formas de injusticia.
Este conflicto le llevó a la cruz, que no es ni más ni menos que el punto de culminación del movimiento que se inicia con Jesús, pero siendo resucitado, Dios tomó postura en favor de Jesús, por lo que, mostrándose como el Dios de la proximidad, pone de manifiesto su preocupación por todos aquellos que, siendo su creación, sufren la injusticia por el orden establecido de los que tiene el poder.
En el nuevo espacio que se inaugura por la presencia de Jesús, como demostración de que el reino de Dios se ha acercado, todo aquel que acepta la gracia de Dios es acogido por El sin importar raza, género o condición social. Lejos de esta realidad, nosotros centralizamos la preocupación de Dios solo por su pueblo porque concentramos el discurso bíblico en la historia de la relación de Dios con Israel (A.T.) y más adelante en el nacimiento y desarrollo de la iglesia (N.T.). Sin embargo, la religión bíblica, desde su momento fundacional con Moisés, se encuentra ligada a un Dios comprometido y preocupado por los seres humanos, sobre todo y ante todo, por los marginados y humillados.
Los profetas insistirán constantemente en este discurso hasta llegar a Jesús, donde este pensamiento alcanzará su máxima culminación poniendo en crisis a su religión que durante tanto tiempo había mantenido en oculto la proximidad de Dios con su creación. Jesús vino a derribar los muros que con tanto empeño se habían ido fabricando a lo largo de los años para preservar de contaminación al Dios tres veces santo. La indignidad del hombre ante Dios por su pecado, no podía permitir que éste pudiera tener acceso a la santidad de Dios. Así pues, el pecado que se interpone entre Dios y el hombre, provoca una retirada de Dios de la presencia del hombre, a la espera de que éste se arrepienta y vuelva a El.
Sin embargo con la llegada de Jesús, este pensamiento que alimenta la visión caduca de la religión con respecto a la lejanía de Dios, por culpa del pecado, entra en crisis para poner al descubierto que, de la misma manera que la liberación del Éxodo va a iluminar el relato del Génesis donde se muestra que la creación es fruto directo del amor de Dios y que por este motivo la presencia de Dios en el mundo será de salvación, asimismo la presencia de Jesús va a iluminar la concepción del reino al poner de manifiesto que, lejos de la realidad proclamada por la religión, Dios está abierto al hombre. Por eso la vocación de Jesús es anunciar que “el reino de Dios está presente”. Y con el reino, la presencia del Rey, que es lo que define y da sentido al reino.
A partir de esta comprensión de la proximidad de Dios, los que se adhieren a Jesús, y entran en ese reino para disfrutar de la gracia, adquieren el compromiso de desplegar la gracia de Dios hacia el hombre. Para eso se requiere ver al hombre cara a cara y aceptarlo como lo que es: creatura de Dios y que su esencia queda definida en las palabras del Génesis: ”y vio Dios que era bueno”.
Por eso, el evangelio nos interpela a todos a un compromiso radical por el hombre y la sociedad. Por eso los fieles debemos saber insertarnos entre los hombres de buena voluntad que buscan los valores humanos, para ejercer desde ahí la crítica social. Como bien recoge el Vaticano II: “los creyentes y los no creyentes de buena voluntad deben contribuir juntos a construir en la historia el futuro del hombre”.
 
A todos aquellos que con vuestro ejemplo contribuís a enseñarme que la vida hay que observarla desde el encuentro con Jesús “fuera del campamento”, desde la periferia, gracias.

 

 

Una visión del hombre desde la periferia (1)


Una de las preguntas que con más frecuencia asalta mi mente es ¿por qué Dios tiene un propósito para mi vida? Porque escucho con bastante frecuencia a través de programas de carácter religioso o bien leo a través de libros que se publican, que Dios tiene un propósito para mi vida. Y a partir de esa observación, uno se convierte en una especie de estatua de sal a la espera de recibir a través del Espíritu que se le informe de cuál es el propósito por el cual está aquí en el planeta Tierra. Y al final, lo único que observo es que el hombre nace, se desarrolla y muere. ¿Y dónde está el propósito por el cual hemos nacido? ¿Cuál ha sido el sentido de nuestra existencia?.
Dentro del proceso existencial del ser humano, desde que nace hasta que muere, se observa que su desarrollo no se produce en soledad, que no está solo, porque su mundo está lleno de personas que como él, también nacen, se desarrollan y mueren con o sin propósito cumplido. Y es a través de ese encuentro con el mundo exterior donde yo empiezo a encontrarme conmigo mismo y a entender que la pregunta no es ¿cuál es el propósito de Dios para mi vida? Sino ¿qué sentido tienen las personas para mi? ¿qué propósito tiene que yo me encuentre cada día con personas que forman parte de mi viaje?. Y en la respuesta a esa pregunta va a influir bastante la mirada que yo tenga de ellos. Porque a través de la mirada que yo tenga de las personas voy a entender qué sentido tienen para mi.
Dice la RAE que mirar es: “dirigir la vista a un objeto. Observar las acciones de alguien”. Y los datos que recibimos con esta observación que realizamos a través de nuestra mirada, se transmiten a nuestro cerebro para que analicemos correctamente el objeto observado y sepamos atender bien a quién es, para no ejecutar algo ajeno a su estado. Atender bien a lo que se mira, no vaya a ser que nuestra acción con respecto a lo observado no sea la debida. Y para atender bien a lo que se mira, es importante tener en cuenta el espacio desde donde se realiza la observación. No es lo mismo ver a las personas desde lejos o desde cerca; desde el local o desde la calle; desde la oración o desde la presencia; desde la altura o desde la bajura (como Dios hizo con nosotros).
El autor a los Hebreos nos habla de un espacio que podría ser el ideal desde donde podríamos tener una visión más correcta y poder atender bien a lo que se mira para darle la importancia que merece el objeto observado, que en este caso son las personas, lo que verdaderamente da sentido a nuestra vida.
El autor a los Hebreos en su capítulo 13:11-13 nos dice:" Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio". Y en estas palabras se nos habla de tres sujetos, distintos entre ellos, pero con un común denominador que es el espacio que comparten: “fuera del campamento”. Los animales, Jesús y los creyentes son los que ocupan ese espacio. Un espacio que en el A.T. era compartido por todas aquellas cosas o sujetos que eran indignos de pertenecer al campamento. Un campamento que congregaba al pueblo de Dios y que debía ser un lugar sin contaminación porque Dios habitaba en medio de su pueblo y se relacionaba con él. Era un espacio puro. Por eso los animales, una vez que habían sido utilizados en el sacrificio como expiación por los pecados del pueblo, debían ser llevados fuera y allí quemados (Lv. 16:27-28). Y no solo los animales, sino todo aquello que fuera inmundo o sucio debía ser llevado fuera para no contaminar el campamento. Incluso las personas que pudieran contaminar el campamento con su actuación (Lv. 24:14). Esta idea se ha ido proyectando a través de los siglos y todavía convive con nosotros en nuestro siglo de bienestar (ej. barrios marginales). Incluso se da entre las naciones (Africa, India…). Nunca le ha interesado al poder que se vean las miserias de la gente para no tener que convivir con ellas.
Es por esto que, en la reflexión del autor, el espacio que debía ocupar Jesús en su muerte, debía ser fuera del campamento, fuera de la ciudad. Porque el testimonio de Jesús, con sus enseñanzas, sus palabras, sus reflexiones acerca de Dios y la ley, y sobre todo su actuación basada en la autoridad recibida de Dios, era merecedor de una muerte llevada a cabo fuera de la ciudad. Por eso la muerte de Jesús no tuvo nada de sacrificio en el sentido antiguo de la palabra, sino que fue exactamente lo contrario, la ejecución de una condena. Porque un sacrificio era un acto de consagración, un ritual realizado en un lugar santo, en un entorno de santidad. En cambio, las ejecuciones de condenas eran actos de rechazo completo e infamante, y por ello se efectuaban fuera de la ciudad santa. Jesús muere “fuera de las puertas de la ciudad”, y por lo tanto, se muerte le excluía para siempre del culto sacerdotal antiguo. Pero en el testimonio vivo de Jesús vemos que esa preocupación no formaba parte de su realidad, ya que él no pertenecía a la familia sacerdotal ni se preocupó en absoluto por la pureza ritual: tocó leprosos (Mc. 1:4), muertos (Mc. 5:4), comió con pecadores (Mc. 2:16; Lc. 15:1-2), atendió a prostitutas.
Podemos decir que Jesús muere fuera del campamento porque su vida se mantuvo siempre fuera del campamento. Porque él no compartía a Dios de la misma manera que lo hacía la religión; no tenía la misma visión de Dios y maldecía la falsa espiritualidad que tenían los líderes religiosos. Supo mantenerse siempre al margen del discurso teológico de los fariseos manteniendo su propia reflexión acerca de Dios y transmitiéndola a la gente a través de un discurso pastoral desde la cercanía con una fuerte carga pedagógica. Porque para él lo importante no era buscar el sentido de su vida a través de los esquemas teológicos acerca de Dios y su relación con El, sino una aproximación a la gente de su tiempo, desde la exigencia del desprendimiento, desde una fuerte vocación de servicio, con tal de poder atender a lo verdaderamente alimenta y enriquece el sentido de su vida. Disfrutar de la cercanía de las personas y atender sus necesidades es lo que verdaderamente alimenta a Jesús y le da sentido a su existencia.
Es por ello que debemos tener cuidado con lo que deseamos cuando nuestra preocupación y anhelo es parecernos a Jesús. Porque adonde nos quiere llevar el autor de Hebreos es a esto, a que, al igual que Jesús, “salgamos fuera del campamento” a la periferia, para no estar atados a la pureza del ritualismo religioso y vivamos desde la indignidad, desde la contaminación con lo humano, donde lo verdaderamente importante son las personas y sus necesidades, sin importarnos el tener que vivir desde la inseguridad, desde la afrenta o deshonra, desde la crítica, por desatender nuestras costumbres evangélicas, nuestro patrimonio religioso, y prestar atención a lo que verdaderamente da sentido a nuestra existencia: la preocupación por el ser humano. Una preocupación que debe ejercerse en función de nuestra mirada del objeto hacia el cual dirigimos nuestra preocupación: y en este caso se trata de personas. Que no son objetos a los cuales solo hay que salvar, sino también sanar atendiendo sus dolencias y preocupaciones. Porque salvar esta muy bien, pero esa no es nuestra función.
Nuestra vocación debe estar enfocada hacia las personas, a la gente que nos rodea y espera que alguien les preste un poquito de atención, que les den un poquito de calor y se puedan sentir arropados por alguien que en un momento dado pueden contar con su ayuda. Y para esto se necesita que la mirada que tenemos hacia ellos produzca en nosotros una excitación de nuestra sensibilidad que nos lleve a tener el atrevimiento de traspasar nuestro círculo de bienestar, de seguridad. Porque si bien las necesidades físicas son muy importantes, existen otras necesidades en el ser humano que deben ser atendidas. Y a veces no nos damos cuenta que actos tan pequeños como pueden ser dar la mano, preguntar cómo está o conocer su nombre, pueden dar un poco de dignidad a la persona que siente cómo nadie se preocupa de él.
Por eso, el autor de Hebreos nos invita a tener un encuentro con Jesús, que nos espera fuera del campamento, para llevar el mismo oprobio, la misma deshonra, la misma humillación que representó para él, por parte de la sociedad, la atención que dedicó a todos aquellos que por su condición social, económica, religiosa o física, pasaban por este mundo sin ser vistos.
Es por esto que el autor de Hebreos considera importante el hecho de “salir fuera del campamento” para tener otra mirada, otra visión de las personas. Porque ese nuevo espacio desde donde poder contemplar a las personas nos va a permitir proyectar sobre ellos la misma mirada que Jesús tuvo sobre aquellos que le rodeaban. Una mirada desacralizadora, una mirada reparadora y una mirada esperanzadora.