domingo, 19 de mayo de 2013

El reino de Dios en Pablo


El pueblo de Israel debe entender que toda su existencia se debe al hecho de que Jehová los ha elegido como pueblo en cumplimiento a la promesa dada a Abraham. Tienen que tener conciencia de ser pueblo elegido, y como tal, un pueblo santo porque pertenecen a Jehová (la santidad lleva implícito el sentimiento de pertenencia). Es por ello que Jehová puede presentarse delante de ellos como su Rey y ellos pueden definirse a sí mismo como reino de Jehová. Un reino que, si bien tiene límites fronterizos, esperan que se extienda a todas las naciones con la llegada del Mesías. Una espera que es alimentada por un clamor profético lleno de un mensaje mesiánico escatológico: “He aquí que viene tu salvador” les dice Isaías. Y con la presencia de ese Mesías en medio de ellos, el reino alcanzará su plenitud, donde las naciones y todos los reyes de la tierra verán su justicia y llamarán a Israel pueblo santo, redimido de Jehová. Pero el pueblo, guiado por la élite religiosa y éstos apoyados por la élite política, montan su propia concepción acerca de la ley, del Mesías y del reino.
Y con la presencia de Jesús en medio de ellos, parece ser que todo empieza a temblar. Porque toda la reglamentación que habían hecho para apoyar su concepción acerca del Mesías y de su obra, todo el sistema religioso que habían implantado a través de los cultos y ritos para fundamentar sus argumentaciones en nombre de Dios, todo empieza a temblar a raíz de que un hombre conocido como Jesús, el carpintero, comienza a presentarse delante del pueblo con una actuación y una manera de hablar que no se sujeta al dogma establecido. Y lo más crítico para ellos, es que toda su actuación pretende llevarla a cabo en nombre de Dios y teniendo como objeto el establecimiento de su reino.
Esta locura llega a su clímax cuando, después de conseguir que lo mataran, sus seguidores comienzan a interpretar su actuación como una actividad mesiánica proclamando que Jesús es el Mesías. Lógicamente hay que proceder a la aniquilación de todos los que dicen seguir a Jesús para acabar con él.
En este contexto, aparece Pablo. Un hombre al que se le otorga poder para llevar a cabo esta sagrada misión. La misión de entrar en guerra contra todos aquellos que no perciben el hecho religioso de la misma manera que ellos.
Es una lucha que se lleva a cabo desde dentro de la fe. Y como nos enseña la historia del cristianismo, esta es la peor persecución que tienen que soportar los súbditos del reino, porque los medios y resultados son crueles, devastadores. Y como tal debía enfocarla Pablo en su sed insaciable de meter en la cárcel o dar muerte a los discípulos del Señor. Y debía ser así porque lo que había en juego era ni más ni menos que toda la concepción del reino y la actuación del Mesías en el alcance de la plenitud de ese reino proclamado por los profetas.
Pero un acontecimiento trascendental tiene lugar en el camino de Pablo: el encuentro con el Resucitado. Aquel al que Pablo quiere exterminar porque seguía vivo en la memoria de sus discípulos, se le aparece como vivo de entre los muertos para trastocar todos los cimientos de su vida. En ese encuentro, Pablo entiende que su actuación le está llevando a “dar coces contra el aguijón” porque en nombre de Dios pretendía destruir al pueblo de Dios, entiende que por querer mantener vivo su concepto acerca del reino y del Mesías, atentaba en contra del verdadero reino de Dios y Mesías.
A partir del encuentro con el resucitado, todos los esquemas de Pablo se vienen abajo. Desde ese instante Pablo asume en su vida la vocación de proclamar el reino ante todos los pueblos. Y si la misión de Jesús nos va a hablar sobre la cercanía del reino, Pablo va a dedicar su vida a la confirmación y afirmación del reino que se ha acercado en la persona de Jesús. Este va a ser el resultado de la transformación que se operó en la vida de Pablo. Una transformación que si bien tuvo lugar por la revelación, hemos de entenderla en clave de reflexión. Está claro que a Pablo se le revelaron muchas cosas acerca del reino, pero lo que él enseñó a las comunidades de su tiempo, y nos enseña a nosotros veinte siglos después, no es la revelación literal que él recibió (Juan sí lo hace en el libro de Apocalipsis), sino que esa revelación la transmite a través del tamiz de la reflexión. Y de esa reflexión es de donde yo pretendo alimentar la mía para explicar algunos aspectos del pensamiento de Pablo acerca del reino de Dios.
En líneas generales, podemos decir que, si bien Israel vive del clamor profético referido a la venida del Mesías para instaurar un reinado con alcance terrenal y donde Israel será el centro de todas las naciones, en Pablo el mensaje adquiere un matiz totalmente distinto:
1.- El mensaje deja de ser mesiánico, tal y como lo entendía Israel, porque el Mesías ya ha venido en la persona de Jesús, al cual Dios ha declarado Señor y Cristo. Por lo tanto, el mensaje se convierte en un mensaje cristológico porque a Cristo le ha sido entregado todo poder y autoridad por Dios. A él se le ha dado un nombre que es sobre todo nombre para que toda rodilla se incline delante de él.
2.- Con el mensaje cristológico el reino deja de tener un alcance terrenal para tener un alcance cosmológico. “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Col. 1:16). Todo el cosmos queda afectado por la plenitud del reino. Somos súbditos de un reino que tiene un alcance cosmológico porque las fronteras terrenales y celestiales se han roto.
En la proclamación de este mensaje hay algunos aspectos novedosos e importantes en el pensamiento de Pablo con respecto al reino y que me gustaría poder destacar:
1.- El reino es una realidad presente que debe estar determinado por el futuro. Nuestro presente debe estar determinado por la certeza de un futuro que ha sido establecido por el poder de Dios y que nada ni nadie puede cambiar. Aquél que murió y resucitó será presentado ante las huestes celestiales como Señor y Cristo y cada uno de nosotros llenará un espacio en esa presentación. El futuro que Dios ha establecido por medio del Hijo para cada uno de nosotros, es una realidad que debe permanecer en nuestro presente, por eso debemos pedir “que el Dios de nuestro Señor Jesucristo…nos dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él.. y alumbre los ojos de nuestro entendimiento.. para saber cuál es la esperanza y las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (Ef. 1:17-23).
Cuando nuestra realidad queda afectada por esa futuridad, vamos a poder contribuir, no tanto a la venida del reino, sino a esforzarnos a tomar parte en él y “seamos tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual asimismo padecemos” (2ª Tes. 1:5).
Que el futuro establecido por Dios sea una realidad en la vida del creyente, ocupa un lugar importante en el mensaje que Pablo dirige a las comunidades, ya que muchos de los lectores de sus cartas no habían visto cara a cara a Jesús, y mucho menos habían tenido un encuentro con el resucitado. No resulta nada fácil mantener vivo en nuestra realidad un futuro que no vemos. Y mucho menos cuando elevamos nuestros ojos al cielo y lo único que vemos son las nubes. Pero la promesa es esta: “el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Por eso es importante para Pablo que nuestra cotidianeidad se alimente de ese futuro que se abre ante nosotros para que mantengamos vivo nuestro ánimo frente a las situaciones adversas que a veces tenemos que pasar. Un futuro donde el peso no recae tanto en los sucesos, que son importantes, sino en la presencia de nuestro Amado.
2.- Para Pablo, que había tenido un encuentro con el Resucitado; que había subido al tercer cielo y se le había mostrado cosas que ojo nunca vio y se le había comunicado cosas que oído nunca oyó, puede resultar muy fácil ver la vida desde esta perspectiva, pero para nosotros la visión puede cambiar algo.
Porque hace ya más de 20 siglos que Jesús dijo que volvería y no ha vuelto. Pero de hecho el retorno y la presencia de Jesús ya tuvo lugar de alguna manera con la venida del Espíritu Santo con el propósito de mantener a la comunidad en contacto con Cristo. Por eso es importante para Pablo que los súbditos del reino tomaran conciencia de que a través de la acción del Espíritu Santo la personalidad de Cristo se extiende en medio de la comunidad, haciéndose presente en su ausencia glorificada. Así pues, estando presente Cristo en su comunidad, por la acción del Espíritu, nuestra existencia comunitaria debe ser de continuidad. Una continuidad que nos lleve a una práctica comunitaria dentro de los esquemas cristológicos.
- Por un lado, desarrollar nuestra existencia comunitaria dentro de los valores y principios que impulsaron a Jesús a enfrentarse a los esquemas religiosos, políticos y sociales.
- Por otro lado, alimentar nuestra experiencia comunitaria con el sentimiento que produce la visión del Resucitado. No desde la cruz, porque la cruz nos invita a la contemplación, sino desde la resurrección que nos invita a la acción. Una comunidad que vive por y para el Resucitado por la acción del Espíritu.
Porque el reino sigue estando próximo y se da a conocer por las manifestaciones del Espíritu. Nos dice Pablo en Romanos 14:17 que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. Y esto no son condiciones del reino futuro sino manifestaciones de los frutos espirituales que se dan dentro del marco de la comunidad.
3.- Pero Pablo no se fija en la vida comunitaria desde la dimensión mística, como si hubieran alcanzado ya la promesa de conreinar con Cristo. El Espíritu actúa en cada miembro para edificación de la comunidad y proyectar sobre el mundo su condición de súbditos del reino. Porque es desde la comunidad que el reino de Dios se hace visible. Porque la comunidad es el instrumento de Dios para dar a conocer el mensaje central del reino que no es otro que Cristo y su alcance cosmológico.
Una comunidad que, a diferencia de Israel, acoge con los brazos abiertos a todos aquellos que, por la fe en Jesús, entran a formar parte de ella: sean judíos o gentiles, pobres o ricos, hombres o mujeres. Una comunidad donde nos dice Pablo en Col. 3:11 “no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos”. Y desde esa condición de igualdad y fraternidad “vayamos creciendo y abundando en amor unos para con otros y para con todos” (1ª Tes. 3:12).
En el apóstol Pablo existen dos pasiones: Pasión por Jesús, por llegar a conocerle en toda su magnitud, por llegar a “conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col.2:2-3). Y pasión por proyectar ese conocimiento sobre todos aquellos que forman parte de la comunidad de Jesús, expresión viva del reino de Dios en acción. Y por esta nueva comunidad que se forma en torno a Jesús y a través de la cual el reinado de Dios se hace visible, es por la cual Pablo entrega toda su existencia.
Como comunidad, formamos parte del reino de Dios y tenemos la responsabilidad de tomar parte activa en la implantación de ese reino.
Un reino que en un futuro cercano se hará realidad porque así está establecido por Dios. Y esa visión de futuro debe determinar nuestro presente.
Un presente que si bien se encuentra lleno de dificultades y sufrimiento, nos acompaña el sello del Espíritu Santo “que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:14).





Reino de Dios y Antiguo Testamento


El reino de Dios hay que contemplarlo como un todo, como una unidad que va desde el principio hasta alcanzar su fin. Cuando pensamos o reflexionamos en el reino de Dios no podemos verlo como algo que nos viene dado por sectores o apartados, sino que tenemos que verlo en su totalidad, y todo acontecimiento que tiene lugar dentro de él, no podemos interpretarlo como un acto aislado sin tener en cuenta el todo. Y cuando contemplamos el reino de Dios como un acontecimiento único en la historia del hombre, llegamos al convencimiento de que el reino de Dios es la mayor expresión de amor por parte de Dios hacia su creatura. Porque el inicio, desarrollo y consumación del reino de Dios depende única y exclusivamente de Dios. Si bien el hombre es el objeto del reino, no es éste el encargado de hacer llegar el reino y mucho menos posibilitar su consumación en el futuro, porque el establecimiento del reino no vendrá como un acontecimiento ético sino que Dios hará llegar su reino sin la colaboración del hombre. Porque el reino es de Dios, pertenece a Dios, es el ser de Dios.
Y porque el reino es de Dios, el futuro, presente y pasado forman una unidad en la implantación del reino, convirtiéndose así en el instrumento que hace posible que todos los sucesos contingentes confluyan para que el reino de Dios se haga una realidad en la historia del ser humano. Una historia donde el futuro atrae para sí toda la atención porque al venir marcado por Dios, va a determinar nuestro presente. Por eso nuestro presente debe estar embriagado de la idea escatológica del reino de Dios para que podamos ocuparnos del prójimo a la luz del reino de Dios que viene. Por esto el mensaje de Jesús parte de la declaración “el reino de los cielos se ha acercado”, porque el presente de Jesús está determinado por su convencimiento del futuro cercano del reino de Dios. Y si el reino de Dios y ser de Dios son inseparables, Dios se nos ha hecho cercano en la persona del Hijo para mostrarnos la verdadera naturaleza de su reino, que no es otra que ofrecer la gracia a los que habiendo sido excluidos de la comunidad con Dios por la élite religiosa y política, no podían jamás esperar poder participar de la cercanía de Dios expresada en el banquete final del reino: los pobres, los enfermos, los publicanos, los pecadores, las prostitutas, los leprosos, los impuros. Jesús mismo se hizo impuro al comer y compartir sus alimentos con la gente impura.
Según pienso, esta declaración inicial del mensaje de Jesús: “el reino de los cielos se ha acercado”, hemos de entenderla a la luz de cómo Israel entiende y vive el concepto de reino de Dios en el Antiguo Testamento.
Según leemos en los escritos del A.T., el concepto “reino de Dios” tenemos que ubicarlo dentro de la declaración: “Jehová es rey”. Una declaración que Israel comienza a experimentar a partir del Éxodo ( Ex. 15:11-13, 18) y que se va a mantener durante toda la historia del pueblo. Hasta llegar a esta declaración, el poder de Dios se ha presentado como un poder quieto, como un título. Pero es a raíz de la salida de Egipto que Jehová comienza a mostrar su poder desde la acción. Y a partir de ahí, Israel se muestra ante las naciones como el pueblo que pertenece a Jehová, no porque ellos lo hubieran elegido, sino porque Jehová los ha escogido a ellos y por eso se puede presentar como el rey de Israel (Dt. 7:6) “Jehová te ha escogido para que seas un pueblo muy especial entre las naciones”.
Si Israel se entiende a sí mismo como un pueblo que pertenece a Jehová, debe de asumir que su poder y todo lo que son tiene su origen en el poder absoluto de Jehová que se refleja en la dirección de Israel. Jehová se presenta como el caudillo y el poseedor del mando regio (incluso en los tiempos de los jueces y de los reyes). Por lo tanto, si Jehová es el rey, el pueblo debía de asumir su condición de súbdito del rey a través de la obediencia y sumisión a su palabra. Y como súbditos, lo único que tenían que hacer era confirmar delante de las naciones que Jehová es rey. Tenían que corroborar esta gran verdad delante de las naciones: Que el Dios de Israel era el creador de los cielos y de la tierra y por esto era sobrenatural, porque no dependía de la naturaleza ni tenía nada que ver con los astros. Él era el Señor de todo porque lo había creado. Y ese gran Dios se había convertido en el rey de Israel, y cualquiera que se atreviera con ellos se las había de ver con El.
Pero Israel no va a representar para Dios un instrumento político de dominio sobre todas las naciones. Su misión no va a consistir en someter a todas las naciones para que sean esclavos de Israel, sino que su misión va a consistir en confirmar delante de las naciones que Jehová es rey no solo de Israel sino de todas las naciones y sobre todo lo creado. Por esto Israel, como súbdito del Rey, debe ser un pueblo que vive de la contemplación y práctica de la voluntad de Jehová en medio de todos los pueblos y que mantiene su vocación sacerdotal para el mundo (Ex. 19:6). Porque la implantación del reino de Jehová no consiste en conseguir que todos se hagan israelitas; ni para nosotros consiste en la cristianización de todas las naciones (como se hizo en las cruzadas).
Para llevar a cabo esta confirmación delante de las naciones de que Jehová es rey, Jehová entrega a Israel su Constitución, la norma a través de la cual debían de regirse como reino de Dios: la ley como expresión más cercana de la voluntad de Jehová. Porque el propósito de Jehová es que el pueblo entienda que Él no es aquel Dios que se desentiende de su pueblo, sino que además de actuar con poder a favor suyo, Jehová es un Dios cercano que se abre al ser humano. En esto va a consistir la gran confirmación de Israel frente a las naciones.
Con la entrega de la ley, Jehová espera que Israel entienda que el verdadero sentido de la vida se encuentra estrechamente ligado a quienes surgen en el escrito de la ley: Jehová y el prójimo. Por esto la ley va a estar dividida en dos temas fundamentales: Respeto hacia la dignidad divina porque a Jehová deben su existencia y todo lo que son como reino suyo; respeto hacia la dignidad del otro porque todos son iguales delante de Jehová y nadie tiene derecho de poseer al otro y todo cuanto tiene ( 1ª Crónicas 29: 9-20).
El cumplimiento del espíritu de esta ley dada por Jehová al pueblo, habría supuesto para Israel el vivir una realidad determinada por el futuro, porque hubiera puesto de manifiesto la visión escatológica del reinado de Dios sobre la historia. Habría sido un anticipo continuo del banquete celestial donde se da cabida a todas las naciones que vienen a adorar a Jehová.
Sin embargo, Israel pierde de vista la visión de la cercanía del reino porque Israel se ha olvidado del respeto que le debe a Jehová expresado en la cercanía del otro. La ruptura con Jehová no se produce por una actuación impura, por una falta de ética, sino que se produce por una falta de respeto hacia Jehová expresada en un desprecio hacia el débil, el pobre, la viuda, el huérfano, hacia el que no tiene nada ni a nadie. Esta va a ser la gran tragedia del pueblo, porque rechazando la cercanía del otro, rechaza la cercanía de Jehová.
La ruptura de los súbditos con el rey, supone la mayor tragedia del reino, porque sin súbditos no hay expresión del amor de Dios. Por eso decíamos al principio que el reino de Dios en la historia del hombre es la manifestación de lo que es capaz de hacer el rey por sus súbditos. Así pues, la historia de la salvación se convierte así en paradigma de la voluntad del rey en implantar su reinado.
Con la llegada de Jesús se recupera el sentido y sentimiento del reino de Dios y de formar parte de su reinado, porque Jesús cumple con el espíritu de la ley respetando la dignidad de su Padre, expresada en el respeto a la dignidad del otro. Y al cumplir con la ley, Jesús se convierte en mi referente con su ejemplo.
Por eso Jesús puede iniciar su mensaje con la declaración de que “el reino de los cielos se ha acercado” porque Jehová el Rey se nos ha acercado en el Hijo, y de nuevo la confirmación vuelve a ser el centro de la misión de aquellos que se sienten súbditos del reino.