domingo, 8 de mayo de 2016

Quién es Dios (1)


“Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué te has olvidado de mí? ¿por qué andaré yo enlutado por la opresión del enemigo?. Como quien hiere mis huesos, mis enemigos me afrentan, diciéndome cada día:¿dónde está tu Dios? (Salmo 42:9-10).
¿Dónde está tu Dios? Esta sería la pregunta que constantemente estaría machacando las mentes de los israelitas durante el exilio. ¿Quién es vuestro Dios y qué es lo que hace?. Porque vosotros, que en otro tiempo habéis sentido orgullo de vuestro Dios porque os ha estado guardando del poder de las naciones, sin embargo, ahora estáis desahuciados, estáis huérfanos porque vuestro Dios os ha abandonado al capricho de la historia.

·       La verdad es que la situación del pueblo judío no debía ser muy agradable, porque con la llegada del exilio, se arranca de raíz todo lo genuinamente israelita, provocado por el final de los tres pilares sobre los que descansaba la identidad del pueblo de Yahvé. La tierra, el rey y el templo. Si esto había desaparecido para ellos, hacía difícil la continuidad de la fe israelita, porque para ellos significaba el hundimiento de todas las certezas teológicas del pueblo.
·       Con esta realidad, urgía que aparecieran alternativas para levantar la moral del pueblo y volviera a recuperar el sentimiento de ser pueblo de Dios para no dejarse arrastrar por el proceso de disolución. Y en este sentido, la crisis del exilio colocó a Israel frente a la opción de hallar maneras de definir su identidad. La respuesta a estas alternativas, si bien fueron importantes las aportaciones de los profetas Jeremías y Ezequiel, vinieron de la mano de aquellos que comenzaron a recoger y revisar de forma meticulosa la herencia espiritual de Israel (documentos legales, oráculos proféticos, obras históricas, libros de poesía) y se completaron las grandes recopilaciones que se han dado en llamar el Código Deuteronomista y el Código Sacerdotal, que se juntaron con otros dos ya existentes: el Código Yahvista y el Código Elohista (D,P,J,E). Donde cada código explica aspectos distintos de Dios en su relación con el pueblo.
·       Con estas recopilaciones y la formación de estos códigos lo que se pretende es revitalizar la historia de Yahvé con su pueblo, una historia que espera algo todavía no cumplido y quiere fortalecer la fe esperanzada en la promesa divina. Por este motivo, la exposición de la teología a través de los relatos presentados en los códigos, está basada en el hecho de que Israel tuvo conciencia en todas las épocas de constituir el pueblo de Yahvé y que ve en su Dios como el que no ha sido escogido por el pueblo, sino que Dios mismo se ha constituido en Dios de Israel y lo ha guiado a través de la historia. La enseñanza que se transmite es que el pueblo de Yahvé es siempre un pueblo que, además de esperar que Dios le guíe y lo libre de sus enemigos, aguarda en justicia, la cesación definitiva de la ira divina contra los pecados del pueblo y la consiguiente liberación. Israel debía ser consciente de que, incluso en su muerte, Israel se halla siempre ante Yahvé, el Dios vivo.
·       Por esto, la teología relatada a través de los distintos escritos debía centrar su enseñanza en la respuesta a una pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Quién es Yahvé que ha salido al encuentro de Israel?. Y para contestar a esa pregunta, el pensamiento teológico se centra en dos eventos que van a marcar la identidad de Israel como nación y la identidad personal. Estos dos eventos fundamentales en la historia de Israel serán el éxodo y el exilio, dos crisis que van a reflejar en la vida de Israel quién es su Dios. Un Dios que contesta a esa pregunta mediante el encuentro con su pueblo en la liberación y en la deportación.

Éxodo: el alumbramiento de Israel

·       La tradición bíblica afirma que antes del éxodo Israel no es aún pueblo de Dios y que llega a serlo en este acontecimiento. Un acontecimiento que se inicia precisamente en la pregunta que Moisés le hace a Dios: “Si me preguntan ¿quién les digo que eres? (Ex. 3:13-14). Y a partir de ese instante solo se puede hablar de quién es Yahvé observando atentamente cómo se manifiesta, porque la acción es lo que va a definir el nombre. No obstante, este acontecimiento fundacional de Israel se halla estrechamente ligado a otro relato fundacional que se encuentra detallado en el Génesis a través de la historia patriarcal. A través de estos relatos la identidad de Israel es de tipo genealógico. Por eso el israelita se define como descendiente de Abraham, Isaac y Jacob. Con este segundo relato fundacional, la identidad de Israel no va a estar ligada a los lazos de sangre sino que Israel va a reconocerse a sí mismo como elegido por Dios porque va a equivaler como una adopción (Ex. 4:22). Así pues, el éxodo va a constituir la matriz en la que Yahvé engendra a su pueblo. A partir de ahí Israel comienza a confirmar la fe en Dios y esa fe comienza a tener forma porque se adhiere a la existencia de Israel y a su desarrollo como nación. Jehová pasa de ser el Dios de los padres para ser el Dios de ellos, el Dios de Israel, porque no forma parte solo de su pasado sino también de su presente y su futuro. Y con el inicio de la liberación, en ese presente y futuro se va desplegar toda la potencia de Dios.
·       A partir de este evento, la vida del pueblo se tiene que reestructurar porque se van a dar algunos acontecimientos que van a traer sobre Israel un cambio profundo y de consecuencias importante en su proceso histórico. Estos acontecimientos van a tener un denominador común que va a consistir en el ferviente deseo por parte de Dios de acercarse a su pueblo con el fin de que éste tenga acceso a saber quién es su Dios. Para ello, Dios va a proveer al pueblo de la ley, el culto y la tienda de reunión o más conocida como el tabernáculo, y a través de estos acontecimientos favorecer el conocimiento de Dios.

La ley del Sinaí

Uno de los acontecimientos que van a provocar el cambio profundo en la vida de Israel, tiene que ver con la entrega de la ley en el Sinaí. Si Dios se ha escogido un pueblo para tratarlo como hijo, es para hacerlo adulto y libre. Y para permitir que llegue a su madurez, le abre horizontes más amplios y lo conduce a una mayor autonomía mediante la entrega de la ley. Una ley que, si bien tenemos que concederle un valor normativo, sería fundamental también el concederle un valor pedagógico.

Valor normativo

Lo propio de una nación, pertenezca al tiempo que sea, es tener sus propias leyes. Desde el punto de vista político e ideológico, era importante demostrar que Israel tenía sus propias leyes y no dependía de ninguna otra ley que le pudiera aportar otra nación. Ya fuera antes, durante o después del exilio, Israel necesitaba tener su identidad jurídica y poderse mostrar como nación porque tiene sus propias leyes, de las cuales se siente muy orgullosa. Y este orgullo no solo le viene porque considera que su ley es sin parangón, sino porque además las leyes le fueron entregadas al pueblo poco después de la salida de Egipto. Es decir, que son tan antiguas como el mismo pueblo.
Lo característico de las leyes de una nación, es que éstas vengan dadas por el monarca y tengan vigencia en un territorio concreto. En cambio, en el caso de Israel, las leyes por las cuales debían regirse, no vinieron dadas por el monarca, sino por Dios en un tiempo en que todavía no existía la monarquía, ni fueron dadas para una tierra en concreto porque todavía no había llegado a la tierra prometida. Esto quiere decir que la ley de Israel puede sobrevivir a la pérdida de la tierra y a la desaparición de la monarquía. Que aunque vivan en el exilio sin tierra ni monarquía, la ley sigue teniendo vigencia.

 Valor pedagógico

Pero lo más llamativo de la ley, según mi entender, es el valor pedagógico que Dios quiso concederle a esta ley. Una ley que si bien se va a conceder al pueblo ante la falta de un asentamiento del conocimiento de quién es Dios, y a través de ella establecer una normalización de la vocación de Israel, debería haber sido atendida desde la enseñanza que Dios quería provocar a su pueblo: que Dios se daba a conocer.
Este acontecimiento debería haber provocado en el pueblo que el éxodo pasara a un segundo plano y que Israel reconociera a través de la ley que Jehová no es solo el Dios de las grandes gestas, sino que también sabe hacerse cercano al pueblo dándose a conocer expresando quién es Él a través de las normas por las cuales quiere que el pueblo se rija. El pueblo debía saber encajar quién era Dios a través de esas normas.
Si Dios manifiesta su interioridad a través de la ley, es para que ésta se convierta en principio regulador de la libertad adquirida y se mantenga en todo su esplendor. De esta manera, la ley se convierte en el primer paso que Israel tiene que dar para alcanzar el estado de madurez. Un estado que le debía llevar a una interiorización de quién es el Dios que les ha sacado de Egipto. Porque nunca fue el propósito de la ley mantener al pueblo encerrado en un estadio infantil sin poder avanzar en su crecimiento como hijo de Dios, un estadio en el que la pedagogía más correcta es la norma, sino todo lo contrario, porque si Dios se da a conocer es para que el pueblo comience a dar sus primeros pasos hacia el establecimiento de una nación que conoce a su Dios y que manifiesta su carácter a través del ejercicio de la justicia y la misericordia.
Israel debía entender que la ley nunca podía llevar al hombre a un sometimiento, porque Dios no se encuentra sometido a ninguna actividad legalista. La única legalidad por la que Dios se rige es su propia esencia. Y Dios, que en su esencia es el enteramente libre, decide desde su libertad darse a conocer a su pueblo mediante las leyes que le entrega. Este va a ser el primer paso en conocer quién es Dios, hasta llegar a un conocimiento más profundo en la persona de Jesús. En este sentido, podemos decir que la ley nos conduce a él.

El culto

Otro de los acontecimientos importantes que provoca un cambio profundo en la vida de Israel, tiene que ver con el establecimiento del culto.
Si bien el éxodo va a representar el paso de la servidumbre al servicio, también va a representar el paso de la esclavitud de Egipto al culto de Dios en el desierto. Conviene recordar que el culto va a representar una de las expresiones de libertad que el pueblo alcanza, porque no hay que olvidar que la salida de Egipto tiene su origen en la petición de Moisés y Aarón al faraón de tener un espacio de libertad en el desierto donde poder celebrar culto su Dios. Y es a través del establecimiento del culto que Dios se hace cercano a su pueblo dando a conocer su voluntad. Una voluntad que va a ser accesible para todo el pueblo, porque gracias al culto, Israel se va a convertir en un “reino de sacerdotes” donde todo el pueblo está al servicio de su Dios. De esto se deduce que Israel es un reino incluso si no hay rey y se define sacerdotal por su carácter. Por lo tanto, aún en el exilio Israel sigue siendo un reino al servicio de su Dios, tanto a nivel nacional como individual.

El tabernáculo

Y llegamos al tercer acontecimiento importante que provoca un cambio profundo en la vida de Israel. Un acontecimiento que se va a convertir en esencial para la vida del pueblo y que queda expresado en Ex. 40:34-35: “la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó la morada..." Este acontecimiento tiene que ver con la mismísima presencia de Dios en medio de su pueblo.
En los mitos de la creación en el Oriente antiguo, el relato de la creación se cierra con la construcción de un templo para el dios creador. Este templo viene a ser el palacio que la divinidad viene a ocupar para reinar desde ahí el universo que acaba de crear. En la Biblia el relato de la creación se cierra con el “reposo” de Dios hasta llegar a la construcción de la tienda del encuentro desde donde el creador del universo decide reinar sobre su creación. Dios no espera a que Salomón le construya un santuario hermoso donde habitar en medio de su pueblo, sino que ya en el desierto se une al pueblo para compartir con él las condiciones precarias del viaje. Así pues, el Dios del éxodo, el fuerte, el guerrero, el que causa terror entre las naciones, el que tiene autoridad sobre todo lo creado porque es señor del universo, es el Dios que camina con su pueblo porque habita en medio de ellos para que conozcan como espectadores privilegiados quién es su Dios.

Exilio: el derrumbamiento de Israel

“Así habló Jehová de los ejércitos, diciendo: Juzgad conforme a la verdad, y haced misericordia y piedad cada cual con su hermano; no oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero ni al pobre; ni ninguno piense mal en su corazón contra su hermano” (Zac. 7:10). Pero no quisieron escuchar……
Si el éxodo se convierte para el pueblo de Israel en símbolo de libertad, el exilio se va a convertir en un símbolo de esclavitud. Una esclavitud que va a significar el fin de una religión nacional basada sobre la elección del rey y del templo.
 
·       Si bien el propósito de Dios fue establecer acontecimientos que sirvieran para ir efectuando un cambio progresivo en el pueblo, éste no supo entender la enseñanza que contenían dichos acontecimientos. Porque el propósito de Dios no era otro que Israel fuera interiorizando el conocimiento que Dios le proporcionaba acerca de su persona en cuanto a su amor, su generosidad, su cuidado, su respeto, su guía, y sobre todo en cuanto a su pasión por el huérfano, la viuda, el extranjero, el pobre. Es decir, por todos aquellos que por su condición social estaban desahuciados y no eran atendidos por nadie.
·       Lejos de esta realidad, Israel no supo conformar la fe en Dios. No supo acomodar, ajustar, adaptar la fe a la vida, porque Israel perdió toda sensibilidad y compasión hacia el necesitado. Israel no supo administrar el conocimiento de quién era su Dios y por esto no encajó bien la fe en su vida. Una fe que es experimentada por Israel solo en base a los acontecimientos del éxodo y que, por lo tanto, el que tiene que actuar es Dios. Esta reflexión les lleva a tratar a su Dios como un dios más al que deben tener contento con los sacrificios que efectúan con toda vehemencia y solemnidad.
·       No obstante, el exilio va a ser considerado por el profetismo como la matriz de una nueva creación. Una creación que va a representar una nueva identidad para Israel y va a abrir el camino hacia el conocimiento de Dios.

Conclusión

Treinta siglos más tarde, la pregunta de quién es Dios, continúa siendo vigente en la actualidad. Y en los tiempos en que vivimos de tanta confusión religiosa, de tanta crisis espiritual, de tanta desorientación bíblica, de tanta irreflexión teológica, urge que nos replanteemos de nuevo esta pregunta. Pero al hacerlo, procuremos orientarla hacia la comunidad y no hacia aquellos que demandan razón de nuestra fe. Porque una falta de claridad en cuanto a nuestro conocimiento de quién es Dios nos lleva a la idolatría en cuanto a que podemos estar presentando un dios diferente al Dios que se ha revelado.

·       Pero cómo contestar esta pregunta cuando las referencias que tenemos acerca de lo que ha hecho nuestro Dios se remonta a siglos pasados y tienen que ver con experiencias que a nosotros no nos afecta para nada. Porque qué tenemos nosotros que ver con el éxodo, con la ley o con las experiencias que tuvieron los israelitas. Todo lo ocurrido tiene que ver con experiencias vitales para ellos, pero no para nosotros.
·       Sin embargo, detrás de cada experiencia hay una enseñanza acerca de quién es nuestro Dios. Una enseñanza que nos aclara quién es el Dios que confesamos y que decimos tener. Porque lo importante no es el hecho en sí sino la enseñanza que esconde ese hecho y que se nos quiere transmitir. Y en este sentido la enseñanza permanece en el tiempo. La cuestión es si seremos capaces de alcanzar la enseñanza, reflexionar sobre ella y aplicarla a nuestro contexto vital, o bien preferimos quedarnos con el acto de Dios sobre el pueblo de Israel.
·       Dicho esto, deberíamos realizar una lectura diferente de las narraciones bíblicas. Una lectura fresca y renovada que nos lleve a una interiorización más actualizada, con la complicidad del Espíritu, de quién es el Dios que tenemos, y dejemos de lado nuestras preferencias cognitivas acerca del Dios que queremos tener, porque esto podría ser que nos  llevaran a tener experiencias religiosas estimulantes, pero no a la firmeza de nuestra fe en el siglo que vivimos.

        


 

Cómo es Dios (2)


“Y aquel verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14) (Cf. Ex. 40:34-Moisés no pudo ver la gloria de Jehová porque no podía entrar en la tienda). Si bien en el A.T. la gloria de Dios estaba en medio del pueblo, éste solo podía captarla a través de la acción de Dios porque esa gloria estaba velada frente a la mirada del hombre.
Sin embargo, el propósito de Dios en su deseo de darse a conocer al hombre, le lleva a que este acercamiento progresivo de su persona pase de una revelación a través de la palabra, a una revelación como encuentro. Porque si bien en un tiempo la palabra se hacía presente a través de la capacidad de captación del sentido de la acción de Dios, en este tiempo la palabra se hace carne y habita entre nosotros. Y al hacerse carne la palabra, posibilita la revelación definitiva de cómo es Dios, porque “la palabra misma de Dios no puede ser una palabra parcial y finita. No comunica algo de parte de Dios o acerca de Dios; la palabra de Dios comunica a Dios mismo. Dios y su palabra son una misma cosa” (José Vives). A partir de este acontecimiento, a través de su palabra hecha carne, Dios se hace presente en la humanidad, no de forma circunstancial o temporal, sino que habita permanente y abiertamente en medio de ella.
Si Israel, a partir de su fundación en el éxodo, ha podido ir conociendo quién era su Dios, nosotros vamos a tener el privilegio no solo de saber quién es Dios sino también de conocer cómo es Dios a través de la encarnación, porque solo a través de ella se va a posibilitar que la gracia y la verdad de Dios tenga una presencia histórica y podamos contemplar la gloria de su salvación. Una encarnación que se va a proyectar en el establecimiento de un reino desde la marginalidad, desde un entorno de opresión y de rechazo por la sociedad, para que todos los que se abren a esta gracia y verdad puedan entrar en este reino. Y este compromiso va a culminar en la cruz, como consecuencia de una abierta oposición y rechazo a esta palabra encarnada por no ajustarse a la tradición ni al discurso teológico del poder religioso.
Así pues, para aceptar este ofrecimiento de Dios relacionado con el conocimiento de saber cómo es Él, hemos de atender los tres elementos que conforman su encuentro con el hombre. Y aunque los veamos por separado, tenemos que entenderlos en su conjunto: encarnación, reino y muerte.

Encarnación

Si tuviéramos que definir qué es la encarnación necesitaríamos muchas horas para poder entender algo del acontecimiento más grande llevado a cabo por Dios: que el Logos, siendo y permaneciendo Dios, descienda hasta nosotros y se haga carne; viniendo a ser, de forma misteriosa e inexplicable, un modo de ser diferente al que tenía desde la eternidad. Por esto, por mucho que tratemos de definirlo y explicarlo, solo alcanzaríamos a tocar la superficie de este gran misterio llevado a cabo por Dios. Pero de lo que sí estamos seguros y tenemos una visión muy clara de ello, es que la encarnación viene a representar la seriedad con que Dios se toma el acercamiento al ser humano, porque la radicalidad de esta encarnación nos presenta al Logos de Dios desde el aspecto de su finitud, de su vulnerabilidad, en definitiva desde su mortalidad como condición sine qua non de su humanidad. Una humanidad de la que no pretendo daros una explicación de cómo se lleva a cabo, sino que me lleva a hablaros de las oportunidades que se nos brindan a partir de este acercamiento y que podamos disfrutar de esa nueva situación que se ha inaugurado con Jesús, porque su presencia será para nosotros sacramento y signo eficaz de cómo es Dios.
Nos cuesta creer que el Hijo de Dios se lanzara a la aventura de la vida humana sin que se produzca en nosotros un cierto rechazo a admitir plenamente que el Hijo experimentara lo que significa ser hombre y se nos presentara con el nombre de Jesús. Y al hacerlo, no seamos capaces de despojarlo de su condición divina, privándole de su evolución humana que, como tal, se produce dentro del espacio y del tiempo. Una evolución que le lleva a poderse mostrar como un hombre de su tiempo y de su tierra, en las condiciones concretas de una existencia individual, a través de la cual puede vivir plenamente cada una de las situaciones que la vida le proporciona. Es por esto que debemos evitar el encerrar a Dios en sí mismo, tratando de despojarlo de su poder soberano de comprometerse en sus relaciones con el ser humano y coartarle en su libertad de encarnarse en el Hijo para mostrar una relación real con el hombre. Porque si el Verbo se hace carne es para habitar entre nosotros, aceptando ser un miembro más de la comunidad humana estableciendo una interdependencia en sus relaciones comunitarias.
Cuando nosotros seamos capaces de aceptar y asumir, en nuestra condición de hijos, el escándalo de la encarnación, comenzaremos a penetrar un poco en los misterios de nuestro Padre y alcanzaremos a comprender algo de “cuál es la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:18-19). Tal vez nosotros, como hijos que somos ahora, nos escandalice que nuestro Padre se acerque a nosotros como un despojo y tratemos de darle una explicación lógica a esta locura para poder así restablecer la figura de Dios, y de esta manera Él pueda encarnarse sin dejar de ser quién es.
Pero la actitud de Dios, tomada deliberadamente desde su libertad, es establecer relaciones con la humanidad para que ésta tenga conocimiento de forma directa, y no a través de tradiciones obsoletas o principios teológicos fundados en el pensamiento humano, cómo es el Dios que desde el principio de la historia humana ha mostrado su amor al hombre y quiere que forme parte de su ser. Y esta demostración la va a realizar no desde la doctrina, sino desde el despliegue de su gracia y su verdad que nos trae el Hijo al acercarnos el reino.

El reino

Pero no os asustéis que no voy a entrar en un estudio sobre el reino, sino en lo que la presentación de éste, por parte de Jesús, representa para saber cómo es Dios. Porque la encarnación tiene el propósito de acercar a Dios a través de la inauguración del reino, para que todos aquellos que se dejan arrastrar por la invitación que hace el Hijo, puedan disfrutar de la experiencia del conocimiento de cómo es el Dios de Jesús. Así pues, el reino se convierte en causa principal de la encarnación, para que a través de él podamos contemplar la seriedad de Dios en el compromiso de darse a conocer al hombre. En este caso Dios no delega este acontecimiento ni en ángeles, ni profetas, sino que el Logos se hace carne para hacer visible el reino que se manifiesta con la presencia del rey.
Por esto la estrategia de Jesús no es presentarse como líder, rabino, Mesías o profeta, sino inaugurar el reino desde la premisa de que el rey se ha acercado. Por esto la encarnación se convertirá en la piedra angular del mensaje del reino, porque de la misma manera que el rey se ha acercado, es decir desde el despojo, se le exige a todo aquel que quiere entrar, que tenga el mismo sentimiento que el rey. Así pues, la elección de los discípulos se convierte en la credencial de cuál ha de ser la característica principal de cómo ha de ser el reino (No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí –Jn. 15:16). La atención está centrada en la pequeñez y parece como si se hiciera memoria del “no os elegí por ser más que otros…” (Dt. 7:6-8).
Así pues, no es de extrañar que, si bien el mensaje del reino va dirigido a todos, haya un énfasis especial en dirigir la cercanía del reino hacia aquellos que más lo necesitan por su condición social: los desahuciados por las hipoteca, los parados de larga duración, la gente que no tiene recursos para sobrevivir, los inmigrantes sean del país que sean, los que no tienen cobertura social…. Es decir, todos aquellos que no disponen de recursos para poder vivir con dignidad y se ven en la miseria sin que nadie atienda sus necesidades. Cuando los discípulos de Juan le preguntan a Jesús si era el Mesías o esperaban a otro, éste les contesta: “los cojos andan, los ciegos ven, los sordos oyen…” (Mt. 11:3-6), desviando así la atención sobre lo que está pasando con la presencia del reino que ha venido en su persona; por eso ante la pregunta de Jesús a sus discípulos de quién es él (Mc. 8:29), lo importante de la pregunta de Jesús no es quién es él, sino lo que representa su presencia para todos aquellos que son convocados a integrarse en el reino.
Una integración que les lleva a ver que el Dios del éxodo y el Dios de Jesús, a pesar de las diferencias marcadas por la religión, es el mismo Dios que se preocupa de los desvalidos, de los necesitados, y es necesario interiorizar la esencia de Dios para mostrarse como súbditos del reino. Y esa esencia la pueden ver a través de Jesús en sus gestos, sus palabras, sus miradas, sus enfrentamientos con los líderes religiosos a causa de ellos, sus acercamientos… Todo en Jesús les lleva a decirles cómo es Dios.
Porque si bien en el Sinaí el carácter de Dios queda normalizado a causa del estadio infantil en que Israel se encuentra respecto al conocimiento de Dios, en Jesús ese conocimiento es interiorizado y manifestado a través de todo lo que él hace o dice. Por eso la entrada en el reino no es un tema de lejanía o cercanía, de creer o no creer, sino de dejar penetrar en la vida la imagen que Jesús transmite de Dios, mediante la meditación en sus palabras y acogimiento de su testimonio.

Muerte

Un testimonio en el que Jesús se mantendrá firme hasta sus últimas consecuencias y le enfrentará con la misma muerte por causa de él. Porque es evidente, por lo que nos narran los evangelios, que Jesús se enfrenta permanentemente contra todo aquello que trata de falsificar la verdadera imagen de Dios y que contrasta con la que él presenta a sus conciudadanos. Porque Jesús, con su presencia, lo que hace es revelar a su Padre, porque todo cuanto es y hace, cada uno de sus gestos, tienen valor de signo revelador: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn.14:9).
Y es esta demostración de cómo es Dios, que Jesús realizará a lo largo de su ministerio, lo que decidirá que Jesús tenga que morir. Por eso la muerte de Jesús, si bien hemos de entenderla en base a los acontecimientos que fueron sucediéndose por su enfrentamiento con el Dios de la norma, con el Dios de la doctrina, de los esquemas religiosos, no es ni más ni menos que producto de la encarnación. Una encarnación que hace visible la esencia de cómo es Dios a través del reino y de los que lo integran y que lo lleva a morir a causa de su vocación. Si la encarnación representa la respuesta de Dios a su decisión de acercarse al hombre, la muerte va a representar la seriedad de esa encarnación. Porque la muerte va a ser la culminación de su encarnación. Teniendo en cuenta que todos los actos condenatorios son realizados por una causa punitiva, estamos dándole más importancia al acto condenatorio que a la causa provocadora del acto.
Por eso, era necesario que a través de los evangelios se recuperara para la comunidad el valor de la encarnación, ya que los escritores del N.T., y en especial Pablo, hacen énfasis en la muerte del Hijo como el gesto más sobrecogedor del amor de Dios en su voluntad de salvar al hombre. Era necesario pues recuperar la encarnación. Una encarnación que estaba quedando en un segundo plano por el escándalo de la cruz, pero que no podía dejar de lado el escándalo de la encarnación para poder hacer inteligible la predicación de Pablo dando a conocer la acción de Dios como un todo: encarnación, reino y muerte.
Desde mi entender, la gran contribución de los evangelios es darnos a conocer que si bien la cruz es la culminación de la obra salvífica de Dios, ésta se debe a que el Logos “se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y esa encarnación la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y hemos palpado con nuestras manos (1ª Jn. 1:1-3), y a través de esa experiencia, Dios nos ha mostrado cómo es Él.

Conclusión

No obstante, no hemos tenido ni tendremos la experiencia física de vivir a su lado. Y mucho menos podremos pasar por la experiencia de la encarnación, ni vivir como él vivió y qué decir de morir en una cruz por causa del reino.
Tal vez por eso, nuestra tendencia es a sacralizar el seguimiento viéndolo como una opción que solo pertenece a unos cuantos que han visto clara esta vocación. Y pensamos que el seguimiento tiene que ver con las grandes gestas que realizan estas personas.
Lejos de esta realidad, el seguimiento es una adhesión a la persona de Jesús, y es patrimonio de todos, porque todos podemos

·       Encarnar el mensaje de Jesús interiorizando sus enseñanzas y mostrando en nuestro entorno cómo es el Dios en que creemos.
·       A través de una puesta en marcha de lo que representa el reino en nuestras experiencias diarias. Porque el reino es para vivirlo y no para hacer teología. Unas vivencias que deben llevarnos a una disposición de todos aquellos que nos necesiten o no. Abrirnos desde el despojo hacia todos aquellos que sean buenos o malos, religiosos o ateos, morales o inmorales, descarriados o no, perdidos o encontrados. Abrirnos a todos desde lo humano, porque no existe nada más profano que el seguimiento de Jesús. Una profanación que tiene sus comienzos en el mismo Dios a través de su encarnación para mostrarse al hombre cómo es Él.

 

Qué quiere Dios (3)


A lo largo de estas tres semanas hemos reflexionado sobre el hecho de que, si bien la Biblia tiene ciertos rasgos en cuanto a la presentación de algunos elementos éticos y morales para la vida, no es su principal función ser un manual de instrucción, sino más bien su función es teológica y pedagógica. Dos funciones que pretenden mostrarnos quién es y cómo es Dios, y que nos proyectan hacia una tercera función que pretende guiarnos hacia la reflexión, análisis y comprensión de cuál debe ser la finalidad de dichas funciones.
Unas funciones que pretenden mostrarnos, no de forma contemplativa o mística, sino real, que la gracia es la que nos pone en contacto con Dios y nos acerca a Él para mostrarnos que está interesado en que le conozcamos. Y frente a ese contacto, nos preguntamos ¿quién eres? y ¿cómo eres?. Y Dios nos brinda la posibilidad de conocer la respuesta a esas dos preguntas para que su gracia penetre en nuestras vidas. Porque esa gracia, como nos dice Karl Rhaner: “no viene de un Dios lejano y absolutamente trascendente, sino que dura junto con el mundo, metida en un pedazo de humanidad y de su historia. Y Cristo en su existencia histórica es, a la vez, la realización de la gracia salvífica de Dios, y su señal”. Y al igual que Jesús, la comunidad debe continuar siendo sacramento de la gracia en medio del entorno social en el que debe desarrollar su existencia. Porque la gracia es la única ley a la que debe estar sometida la comunidad; una ley que nos recuerda que vivir de esa gracia y responder a ella, es la única exigencia fundamental de la moral cristiana. Y para que la gracia sea una realidad constante y transforma a la comunidad en una “comunidad de vida” deberíamos acercarnos a ella desde un replanteamiento vital y permanente de quién es Dios y cómo es Dios. Porque para esto nos ha mostrado Dios quién y cómo es Él, para que tengamos conocimiento de quiénes y cómo debemos ser nosotros.

Conocer quién es Dios

Como siempre ocurre en la vida, un acto que sucede en un momento dado, un comportamiento motivado por unas circunstancias especiales, una actuación temporal llevada a cabo por una situación concreta, puede provocar en la sociedad cambios de pensamiento o de comportamiento. Y mucho más si lo analizamos desde el punto de vista religioso, porque cualquier acto de Dios realizado en la historia del hombre es interpretado como un comportamiento obligado de Dios. Es decir, que la forma de actuar de Dios, una vez manifestada, está obligada a tener que ser siempre la misma. Por lo visto Dios no puede actuar en función de la historia del hombre, de su cultura, de su conocimiento, su visión del cosmos o de la vida, sino que Él lo hace porque quiere y al margen de las necesidades del hombre y de su situación histórica, y una vez que actúa, así tendrá que ser siempre su actuación.
Los relatos que encontramos en la Biblia acerca de la actuación de Dios con respecto a su pueblo nos permiten ver con claridad la potencia que desplegó Dios para poder salvarlo de Egipto y cuidarlo durante su trayectoria por el desierto y también en su asentamiento como nación en la tierra prometida. Tal fue su potencia en favor de Israel que ninguna nación, por muy fuerte y grande que fuera, podía humillar a Israel. Pero estos relatos nos indican también que el propósito de Dios con respecto a su pueblo, no era solamente que ellos se aferraran a las grandes gestas de Jehová (unas gestas que en un momento dado fueron necesarias), sino que fueran dirigiendo su mente y su corazón hacia algo mucho más profundo y de más valor para ellos: su cercanía.
Una cercanía que les debía hacer ver a ellos que Él estaba interesado en que le conocieran, y a través de ese conocimiento fueran interiorizando quién era el Dios de las grandes gestas. Porque Dios no pretende ser un dios más entre todos los dioses que eran alabados por su grandeza y poder, sino que Él abre el camino para que Israel pueda tener a su alcance al Dios que les ha salvado. Esa lección es la que pretende enseñar a Elías (1ª Reyes 19:11-13) en cuanto a que lo verdaderamente importante no es la acción de Dios sino su sola presencia. La enseñanza que Dios pretende dar a su pueblo es que su verdadera grandeza no se encuentra en sus hazañas, en la manifestación de su tremendo poder, sino en la demostración del gran amor que Dios siente por el hombre. Un amor que le ha llevado a humillarse ante su creación a través del acontecimiento más grande que podía darse en la historia de los dioses: que Dios se hace cercano a su creatura para que le conozca.
Ante este gran acontecimiento, la única respuesta que el hombre puede dar en la búsqueda del encuentro con Dios, no puede darse a través del cumplimiento de la norma sino desde la práctica de un trato igualitario y justo con su prójimo; desde el anhelo de ser misericordioso  con todos y desde una actitud de humillación. Porque el Dios que se abre al hombre nos trata a todos de forma justa, de igual a igual, no aprovechándose de su superioridad; se da a conocer desde la generosidad, desde la compasión ante nuestras miserias y sufrimientos; y sale a nuestro encuentro desde un espacio de humillación, no desde la altivez. Esta enseñanza, que se encuentra en Miqueas 6:8, es la que predomina a través de la historia del encuentro de Dios con el hombre.
Por lo tanto, no podemos tolerar que en nosotros solo se dé una contemplación mística del Dios todopoderoso, viviendo de las rentas de sus grandes hazañas y alabando los frutos de las victorias del pasado, y `por otro lado menospreciar el conocimiento de quién es ese Dios, abrazando lo que Él nos da pero sin querer saber quién es. Tengamos cuidado porque hay muchos corruptores de mentes que solamente nos alimentan con las grandezas de Dios (salvo que nos guste que nos corrompan) y nos alejan de la atracción por conocer a nuestro Dios, no permitiendo que la línea pedagógica que se inicia en el Sinaí se complete en nosotros a través de la interiorización de quién es nuestro Dios. Una interiorización en la que van a tener especial relevancia dos herramientas, de entre todas las que tenemos a nuestro alcance, que son: la Biblia y la oración. Dos herramientas que no podemos menospreciar, lo que sí hay que despreciar es la utilidad tan indignante que se pretende hacer de ellas. Porque la Biblia no es solo para leer, sino para reflexionar, interpretar y aplicar, provocándonos a ser capaces de formar una comunidad de opinión para nuestro mutuo enriquecimiento. Y la oración no solo es para hablar con Dios, sino para vivir con Dios. Porque la oración no es pedir sino vivir. Es tener una relación vital y permanente con mi Dios, sabiendo que Él, el Dios de la creación, el Dios del éxodo, de las grandes hazañas, es el Dios que camina a mi lado y, mientras caminamos, hablamos. Él me abre su corazón y yo le abro el mío y los dos nos enriquecemos. Él conociéndome a mí y yo conociéndole a Él, experimentando en mi vida a través de esos encuentros entrañables, quién y cómo es Él.

Conocer cómo es Dios

Porque no solo tenemos acceso a saber quién es Él sino también a cómo es Él. Y este conocimiento nos lo proporciona la contemplación de la gracia y verdad encarnada en el Logos. Una contemplación que nos tiene que llevar a una reelaboración de nuestra fe y, consecuentemente, de nuestra acción. Una contemplación que nos ayude a recuperar nuestra identidad como hijos de Dios por nuestra vinculación con Jesús, porque nuestra capacidad de sorpresa frente a la encarnación ha entrado en un estado de letargo debido al hecho de que hemos desenfocado la lente del proceso salvífico de Dios y la encarnación ha quedado desterrada a un segundo plano.
Conociendo como conocemos este proceso, podría resultar algo ingrato que el centro de atención de nuestra salvación se halle solamente en la cruz (tal vez por la excesiva victimización que los humanos ponemos en acontecimientos de este calibre). Y no es que estemos quitándole méritos a la acción de Dios en nuestra salvación, muy al contrario, estamos añadiéndole mucho más valor al acto en sí, ya que en la encarnación se encuentra concentrado el ejercicio más humillante al que tuvo que someterse el Hijo para que nosotros tuviéramos acceso al Padre, no en cuanto a la gloria futura, sino a un acercamiento real al Padre en nuestro vivir diario, ya que Jesús es la imagen visible del Dios invisible.
Y es a través de la presentación de esta imagen cómo el reino se nos hace presente porque el reino, en palabras de Jesús, se nos ha acercado porque el Rey se ha hecho visible y nos muestra cómo es Él. Y al hacerlo nos indica muy claramente que toma partido por los humillados, los oprimidos y explotados por otros, desbaratando los planes de los arrogantes, derribando del trono a los poderosos, exaltando a los humildes y colmando de bienes a los hambrientos (Lc. 1:51). Es por esto que Jesús se dirige unilateralmente a los pecadores, enfermos y leprosos, para mostrar que si a éstos, que son el desecho de la sociedad, se les ofrece la entrada en el reino, todos aquellos que se acojan a la gracia de Dios tienen cabida en su reino. Por eso Jesús nos enseña con sus milagros que la grandeza no está en el hecho en sí del milagro, sino sobre quiénes se realizan como signo de que algo más grande está aconteciendo. Porque la actitud de Jesús hacia los pobres no es para hacerles ricos ni para que se sientan poderosos, sino hacerles sentir que ellos, a los ojos de Dios, son tan dignos como cualquier otra persona y que esta dignidad inquebrantable que poseen les posibilite levantarse y ayudarse a sí mismos no sintiéndose fracasados por la sociedad que, si bien les desprecia, también son llamados a liberarse de su propia justificación y a compartir la misma dignidad que le es ofrecida al pobre, porque a los ojos de Dios la indignidad del rico no reside en la riqueza sino en no saber gestionarla compartiendo con el que no tiene.
Yo desconozco si el reino es presente o futuro, si es temporal o celestial, si es cosa de Dios o de los hombres, si es de este mundo o si es una teocracia. Son conceptos acerca del reino que, si bien son interesantes y a los que hay que prestarles atención, no se encuentran en los primeros puestos de mi escala de prioridades, porque como decía Gregorio de Nisa: “Los conceptos crean ídolos. Solo la admiración es capaz de comprender algo”. Y esa quiero que sea mi prioridad: sentir la fascinación y admiración que Jesús compartió con los suyos acerca del reino. Por eso sería bueno que hiciéramos caso del consejo que Jesús nos da acerca de dónde debe estar centrado nuestro interés: “buscad primero el reino de Dios y su justicia” (Mt. 6:33). Porque en la búsqueda de ese reino salimos al encuentro de cómo es nuestro Dios y compartimos con Él nuestra preocupación por los demás, nuestra atención al necesitado, nuestro ofrecimiento a todo aquel que espera una ayuda. Porque el reino no es un concepto que debemos memorizar, sino que es una experiencia de vida que debemos saber compartir con los demás mediante el ofrecimiento de la gracia y la verdad que se ha encarnado en el Logos y que conforma el carácter de nuestro Dios.
Lejos de esta realidad, en lugar de tener una experiencia liberadora y enriquecedora compartiendo los valores del reino, preferimos tener una experiencia normalizadora del reino donde todo está sometido a la legalidad, haciendo del seguimiento el baluarte de la vida en el reino. Y al hacerlo, permitimos que este seguimiento se convierta en la justificación más santa que podemos utilizar para no estar comprometidos, porque en nombre de un hermoso celo purificador optamos por la moral y la ética que Jesús hubiera mostrado en la situación en que nosotros nos encontramos, sin darnos cuenta del detalle de que la ética y la moral de Jesús fue escandalosa en los tiempos en que vivió, porque toda su vida estaba enfocada hacia el otro, de tal forma que podemos decir que su nacimiento ya viene marcado por su ofrecimiento a dar su vida por los demás, porque su preocupación por el otro le hace vivir siempre expuesto a la muerte.

Conclusión

Quién es y cómo es Dios son dos preguntas que nos deben constreñir a mantener una continua reflexión de la actuación de Dios en nuestro favor. Porque Dios no ha intervenido en nuestra historia solo con el propósito de reflejar su poder y autoridad sobre la creación y las naciones que la conforman, sino principalmente que el hombre pueda tener conocimiento de todo lo que Él ha llevado a cabo con el fin de darse a conocer a su creatura y que ésta pueda experimentar el amor tan grande que siente hacia ella. Un amor que le ha llevado a mostrar su generosidad, su amistad, su cuidado, y de forma muy cariñosa con los débiles. Un amor que le ha llevado también a mostrarnos el precio tan grande que ha tenido que pagar: humillarse ante su creatura como demostración de la seriedad de sus sentimientos hacia ella. Una demostración que inevitablemente tiene sus días contados por su continua exposición de la gracia de Dios en favor de todos aquellos que quieren acogerse a ella, sin distinciones sociales o económicas.
Frente a estas preguntas, nosotros debemos contestar. Y sería bueno que lo hiciéramos no desde la doctrina o desde la moralidad, sino desde la interiorización de todos los beneficios que ha aportado a nuestra vida la manifestación de la gracia de Dios, teniendo en cuenta que, como dice Moltmman: “del mismo modo que la gracia presupone la autocomunicación de Dios y su autodonación, también presupone que el hombre sea agradecido y capaz de percibir cuál debe ser su nueva actitud frente al reino que se inaugura con Jesús”.

 

jueves, 24 de marzo de 2016

Sentimiento de culpa


Las sociedades, siempre y en todo momento están sometidas a la divinidad, a una instancia altiva, que en unos casos podemos llamarle Dios, padres o en otros casos podemos llamar legalidad. Este proceso de sometimiento comenzaría ya de pequeños, durante la etapa de desarrollo determinante donde se aprenden los patrones principales de comportamiento que regirán los años posteriores de vida. Y así se mantendrá hasta el momento en que, debido al desarrollo y maduración propia de la persona, ésta ha de comenzar a integrar las normas familiares a las suyas propias, a su código, que poco a poco va tomando forma. Con el paso de los años, esta reafirmación va tomando relevancia y la persona acaba o revelándose o sometiéndose al principio regulador impuesto.

En este proceso de aprendizaje existencial llega el momento en que uno tiene que decidir por ser uno mismo o sustituir la experiencia del “mi mismo” por el criterio del otro. Y es en esta decisión donde comienza a generarse el sentimiento de culpa. Porque la culpa se genera “en relación a”, entre un yo y un tu. Un yo que pretende ser uno, se tiene que enfrentar a los principios reguladores impuestos por la sociedad, la ley y la religión. Este enfrentamiento va a generar en la persona un conflicto interno porque el deseo y la satisfacción del yo van a encontrar dificultades para que puedan manifestarse frente al criterio del tu (si yo soy uno raramente podré ser culpable y estaré tranquilo. Si yo soy dos, el otro siempre puede ser alguien con criterio para guiarme). Si yo siento “X” y lo establecido por el otro es sentir “Y”, me voy a sentir culpable por no sentir “Y”. Y esta situación va a generar en mi vida indecisión y ansiedad.

Dentro de los principios reguladores que la sociedad nos impone, y nos dicen cómo tenemos que sentir, pensar y hablar (en definitiva cómo tenemos que vivir), los que más relevancia tienen por cómo nos afecta como personas, son los principios de la religión. En la obligación de cumplir con estos principios es donde más se pone de manifiesto que el sentimiento de culpa es la expresión del miedo de ser censurado por Dios y desaprobado por la comunidad. Aquí es donde más se puede percibir que el miedo es utilizado como originador de la culpa. La religión, que es una experiencia humana de primera categoría, trata de que integremos en nuestra vida un patrón de comportamientos desde la concepción de un Dios que es emblema de la autoridad y del dominio. Una figura autoritativa y amenazadora que ha resultado ser siempre beneficiosa para manipular las conciencias y anular la autonomía de la comunidad religiosa, estableciendo figuras paternas sustitutivas, arropadas en el culto a la personalidad de los líderes.

¿Cuáles son los mecanismos que hacen posible que esta imagen de Dios penetre en la persona para llevarla a un estado de miedo y culpabilidad?. Porque el sistema religioso eclesiástico siempre ha intentado por todos los medios, presentar a Dios como una figura indignada y celosa de la libertad humana, ya que todo ser humano está necesariamente condenado al fracaso. Por eso siempre ha sido necesario para poder poner orden en la naturaleza, que Dios, a través de sus representantes, guíe a los hombres por las sendas de justicia. Y el mejor modo de hacerlo es echar mano de lo que más rentable le ha resultado al sistema religioso: el miedo.

Y para que este miedo sea una constante dentro de la comunidad, se lleva a cabo el desarrollo de tres fases: 1.- Una fase en la que se va asumiendo al líder como representante de la norma. 2.- Una fase en la que el líder va asumiendo el rol de que él es el único con la capacidad de interpretar la norma. 3.- Una fase en la que la comunidad asume el sometimiento a la norma, viviendo con la carga del castigo en caso de no hacerlo. Y cuando una persona se mira únicamente en este espejo, acaba proyectando esta dinámica sobre su entorno, deformando su propia realidad y la de los demás.

1.-  Representación de la norma

Partiendo de la verdad bíblica de que Dios es nuestro padre, establecemos mentalmente al líder como figura paterna sustitutiva, de tal forma que él es el representante de Dios en la comunidad. A través de una pastoral paterna, de mensajes con una carga excesiva de sentimentalismo, del uso de palabras tiernas y compasivas, se puede llegar fácilmente a rendir culto a la personalidad del líder (eso sin contar aquellos que usan el caballo de Espartero como espejo –el que tenga oídos para oír, oiga-). Y él, por ser quien es, se convierte en poseedor de la norma por la cual ha de regirse la comunidad. Por lo tanto, él parece tener toda la libertad para imputar al otro. Una libertad del todo dada y legítima, teniendo en cuenta que tiene institucionalizada la pena de su incumplimiento en el castigo, que acostumbra a ser la forma de expiación de la culpa. Y en este caso partimos que es una libertad apoyada en la Biblia, la palabra de Dios. Por lo tanto, el líder se convierte en una instancia sólida y omnipotente en su tarea de detección de modelos de comportamiento no apto, teniendo él la libertad absoluta y legítima de cuestionarlos.

2.-  Interpretación de la norma

Para que el líder tenga la fuerza legítima, sería necesario que para poder ser regulador del comportamiento de la comunidad, fuera igualmente emisor de la norma. Y en nuestro caso, como la norma está expuesta a interpretación porque es una norma escrita, y además hace siglos, el que tiene autoridad para hacerlo se convierte en emisor de la misma, permitiendo que lo subjetivo pase a ser objetivo. En última instancia, el que tiene capacidad de interpretar la norma, es el que define el objetivo y punto de partida del comportamiento adecuado, lo que supondría o no una conducta imputable de culpabilidad. De esta manera, el conflicto estaría asegurado, pues tendríamos un enfrentamiento de posiciones que estarían definidas dentro de una relación de verticalidad que da todo el sentido al conflicto, con una polaridad integrada porque yo, que soy el culpable, expreso el cómo vivo las situaciones, mientras que el otro, que es el que culpa, me dice cómo debería vivirlas. No tendría ningún sentido el conflicto si la relación partiera desde una horizontalidad sin que ninguno de los dos fuera poseedor de los principios reguladores de la vida comunitaria. Sin embargo, este conflicto estará siempre presente porque como dice un teólogo (André Beauchamp): “mientras que en el discurso teológico, la gravedad de la conducta viene definida por la conciencia, en el discurso pastoral se da a entender que la gravedad de la materia depende de la opinión de la autoridad”. Poniendo de manifiesto que existe una mala interpretación del discurso bíblico para poder dar un enfoque manipulador al cómo hemos de vivir.

3.-  Sometimiento a la norma

En esta gran casa que es el mundo y que está habitado por personas, existe una relación estrecha entre evaluador y evaluado. Y en esta relación, tanto culpable como el que culpa, mantienen una relación de dependencia, donde el acusador actúa desde una instancia elevada a la que podríamos llamar justicia, moral o valores y el culpable actúa desde la admisión de esos valores. Y asumiendo la culpa impuesta por el incumplimiento de esos valores se admite la superioridad del otro y que éste sea nuestro guía.

En nuestro espacio comunitario, la instancia elevada usada por el acusador se llama Biblia que es, ni más ni menos, que la mismísima palabra de Dios. Y por medio de esa palabra se nos inculca el sentimiento de culpa. Un sentimiento que nos deja inmóviles, que no nos permite actuar por miedo a ser censurado por Dios y desaprobado por la comunidad. Un miedo que nos vuelve pasivos y siempre subordinados a esa instancia altiva. Una subordinación alimentada con conceptos como infierno, pecado, mundo, carne, esclavitud, excomunión, Dios nos ve, falta de asistencia a los cultos, ética, moralidad, etc.,etc.

Poco a poco nos convertimos en profetas del comportamiento del otro cuando incorporamos a nuestro lenguaje la sentencia: “así dice el Señor”, para definir a continuación el patrón de comportamientos que debe regir en nuestra vida, instalando así el sentimiento de culpa en el caso de que no vivamos de acuerdo con lo que se espera de nosotros. Una culpa que me impide vivir y ser yo mismo y que me garantiza vivir con miedos y dolor.

4.-  Desacralización de la culpa

Frente a una situación así, nos dice Paul Ricoeur, en un estudio sobre la acusación, que debemos “evitar que la característica de una ética religiosa consista simplemente en vincular la norma con la voluntad divina. No debería limitarse la religión a ser una mera sacralización de las prohibiciones”. Por eso, en nuestro espacio comunitario, debemos aprender a desacralizar la culpa mediante la identificación de la misma para que podamos abrir el camino de la reparación. Una reparación que consiste en poder acceder a la libertad y a la responsabilidad para poder ir abriéndome a posibilidades de ir creciendo escogiendo y, por tanto, a dejar de sentir culpa.

         4.1  Una reparación marcada por el acceso a la libertad que no significa ausencia de ley y vinculación a las normas, sino capacidad de discernimiento libre y de decisión autónoma. Es llegar a una etapa de maduración donde poder desarrollarnos en un espacio de autonomía donde cada uno decide para su vida lo que está bien y lo que está mal, sin estar controlados ni manipulados por otros que tratan de decirnos, en nombre de Dios, cómo hemos de vivir. Sin embargo, el uso de la libertad autónoma dentro de la comunidad, se vive a menudo como una transgresión que es menester satanizar mediante la presentación de un Dios como figura indignada y celosa de la libertad humana. En este sentido, Jesús de Nazaret anunció un Dios que rompía con estos moldes. Por eso su mensaje, demasiado original para ser tolerado, enfatizaba la búsqueda de la libertad, de la autonomía, mediante el conocimiento de la verdad. Lógicamente, este discurso teológico es rápidamente domesticado y sacado del discurso pastoral.

No obstante, “mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles” (1ª Corintios 8:9), porque “no en todos hay este conocimiento” (v.7). Por lo tanto, sepamos ser prudentes en la práctica de nuestra libertad porque podríamos estar alimentando el sentimiento de culpa en aquellos que aún no han interiorizado el conocimiento de que se tiene que vivir en esta libertad. Por eso, frente aquellos que “son estimulados” a vivir en libertad, a causa de nuestro ejemplo, sin estar preparados en conciencia, debemos dedicar toda nuestra atención para dirigirlos hacia el conocimiento de la libertad que tenemos en Cristo Jesús.

         4.2  Una reparación marcada por el acceso a la responsabilidad porque vivir en un espacio de libertad, es tomar las riendas de mi vida y responder a mi mismo, a la voz de mi conciencia. Por eso, acceder a la libertad implica acceder a la responsabilidad que viene a ser nada menos que el presupuesto de la libertad. Sin responsabilidad, la libertad derivaría en libertinaje, puesto que nos veríamos privados de la capacidad de respuesta ante nosotros. Y antes que buscar elementos justificativos ante los demás del resultado de nuestra conducta, es ante nuestra conciencia con quien tenemos que rendir cuentas. Por eso, una persona que vive de forma autónoma, sabrá responder responsablemente ante las acciones y actitudes que van de acuerdo con su conciencia y ante la llamada de los valores que lo humanizan.

En este sentido, autonomía y responsabilidad conforman los ejes centrales de la conversión, porque conversión no significa rendirse a la sumisión, sino que conversión, como nos dice un teólogo catalán: “es un acceso a la condición adulta de la experiencia religiosa, a la capacidad de vivir liberándonos progresivamente de las leyes, sumisiones y ritualismos ligados a las etapas infantiles”.
Somos adultos y, como tales, Dios nos invita a la fiesta, a la alegría del perdón por su gracia. Un perdón gratuito libre de imposiciones, que tanto nos cuesta aceptar y por eso decidimos administrarlo bajo nuestro control, imponiendo cargas que se hacen insoportables de llevar y que nos conducen a vivir bajo la amargura del sentimiento de culpa.
Como nos dice el mismo teólogo: “la iglesia realizaría una labor humanizadora importantísima si acertase a establecer unos signos que mostrasen que los mecanismos de la culpa pueden romperse gracias al anuncio de un perdón gratuito sin ningún interés de control ni de compensación.”

 

 

        

 

martes, 1 de marzo de 2016

Una visión del hombre desde la periferia (2)


1.-  Una mirada desacralizadora

Desde el conocimiento de nuestro ámbito evangélico, de lo que somos y de lo que cada uno de nosotros llevamos dentro de nuestra mochila, podemos decir que ésta va a ser una de las miradas más difíciles de llevar a la práctica. Porque tener una mirada desacralizadora  implica tener una pérdida del carácter sagrado respecto al espacio donde desarrollamos nuestra fe. Deshacernos de nuestros hábitos religiosos y tener que aprender a vivir sin tener que depender de ellos, haciendo que nuestra vida se realice de forma independiente de los elementos sacrales y religiosos. Para nosotros, tener una mirada desacralizadora puede representar el vivir en la orfandad, porque podemos llegar a tener cierto sentimiento de vacío, porque esa mirada nos lleva a liberar a la fe de los esquemas impuestos. Es llevarla al límite de la desnudez, donde la fe ya no vive al amparo de los ritos, de la liturgia, de la simbología. Pongamos un ejemplo: El elemento esencial de la cena es el contacto de unos con los otros en el encuentro mutuo, en un espacio donde brota el diálogo. En ningún momento el discurso bíblico nos muestra que la necesidad de un local y muchos menos que haya una liturgia solemne, sea lo que define la cena. En eso consiste la desacralización de nuestro espacio.
Un espacio en el que nos encontramos tan ligados a nuestros compromisos religiosos, tan impregnados de todas aquellas cosas que, formando parte de la tradición y de nuestras costumbres comunitarias, se han ido abriendo paso entre lo divino hasta convertirse en aspectos esenciales de nuestra vida comunitaria. Un espacio que viene a ser como una burbuja invisible que nos rodea y que tendemos a preservar con más o menos contundencia porque lo necesitamos a nuestro alrededor para sentirnos seguros, tranquilos y libres. Estamos tan sacralizados que nos cuesta encontrar un espacio donde podamos ver al hombre cara a cara. Es por eso que el desarrollo de nuestra fe debe estar caracterizada por una pérdida de lo sagrado en favor de un encuentro con lo humano. Cerrarnos a lo que nosotros consideramos divino, para abrirnos al hombre.
Para tener acceso a esta mirada, tenemos que adquirir conciencia de que debemos despojarnos de lo divino. Y en este sentido, nuestro paradigma no puede ser otro que el mismo Jesús, quien rompió los esquemas de lo divino para tener un acercamiento con lo humano. Un acercamiento que se produce desde el mismo instante de su nacimiento, porque éste ya vino marcado por un despojo de la divinidad (Fil. 2).
Desde el mismo instante en que Jesús toma conciencia de su vocación, su fijación no es presentarse ante el pueblo como aquel que cumple con todos los requisitos de la ley, llevando una vida social exquisita para que la gente pueda ver en él el paradigma de lo que es vivir en la ley. Lejos de esta realidad, Jesús comienza a ser conocido y termina siendo temido hasta acabar siendo condenado por sus continuos quebrantos de la ley. Porque la mirada de Jesús va dirigida a los hombres y mujeres de su tiempo. Y a ellos se abre para acercarles el reino, que no es otra cosa que transmitirles la realidad de la presencia de Dios en medio de ellos. Y a través de esa presencia poder comprobar su amor, su generosidad, su cercanía, su preocupación. En tiempos de Jesús, a esa actitud se le calificaba como ser comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores, blasfemo, hijo del diablo y mentiroso. Pero a Jesús no le importó, sino que desde lo inmundo se abrió a los que eran inmundos, desde la miseria se abrió a los miserables, desde la impureza se abrió a los impuros y desde la condena se abrió a los condenados. Todo con el propósito de buscar la reparación en el ser humano. Por eso, su mirada también es

2.-  Una mirada reparadora
 
Por eso su acercamiento a las personas que le rodean se produce desde un marco reparador. Atiende a las personas que están rotas para componerlas, para subsanar los daños que han provocado la situación en que se encuentran. Unos daños que no solo se han producido por su incredulidad en el Dios de Israel, sino sobre todo por la perversa enseñanza de los líderes religiosos en cuanto a la persona de Dios y su relación con el ser humano. De ahí que Jesús tenga la capacidad de identificarse con la gente sencilla compartiendo con ellos sus sentimientos y, en cambio, sienta la necesidad de ser duro y violento con los líderes religiosos (Mt. 23). Porque la mirada que ellos tienen sobre la gente, proyecta un pensamiento condenatorio por su indignidad de poderse presentar ante Dios por su falta de pureza. Hablando en nombre de Dios, deciden quién podía o no ser dignos de la gracia de Dios.
Con el paso de los años, este pensamiento tradicional se ha ido manteniendo firme entre el cristianismo, proclamando a viva voz que el ser humano está hundido y necesariamente condenado al fracaso. Y continuamos, hablando en nombre de Dios, decidiendo quién puede o no presentarse delante de Dios. Lamentablemente, este pensamiento nos lleva a tener una mirada del hombre como alguien que no tiene remedio, que no puede repararse. Pero como todos sabemos, y proclamamos, por la gracia de Dios el hombre puede ordenar sus pensamientos y componer las roturas producidas en su vida. Por eso la realidad primera de Jesús no es el pecado, sino la gracia. Para él lo verdaderamente urgente es que las personas descubrieran el amor de Dios, la belleza de la alianza, la libertad de la gracia y de la salvación para después, poder comprender la situación anterior en que se encontraban de esclavitud y pecado. Porque el sentido del pecado consiste en el descubrimiento de la satisfacción que produce el conocimiento del amor de Dios. Cuando somos inundados por el amor de Dios, es cuando percibimos nuestro pecado.
Por eso la proclamación de Jesús no iba dirigida hacia una cristianización de las masas, como puede ser nuestra manera de entender la evangelización, sino hacia una recuperación de la humanización del hombre. Una función reparadora que va dirigida hacia el descubrimiento y potenciación de los valores que forman parte de la esencia del ser humano. Que son hombres y mujeres con capacidad de amar a Dios y al prójimo; que son capaces de buscar el bien y llevarlo a la práctica. Con este fin, Jesús realiza un vasto despliegue de la gracia de Dios mediante la cual deja bien patente que Dios sale al encuentro del hombre, sea quien sea, sea como sea, para mostrarle la intensidad de su amor y que el disfrute de su amor no está condicionado por nada ni por nadie. De esta manera, Jesús devuelve la dignidad al ser humano rompiendo con los mitos impuestos por los religiosos de que el hombre no puede ser merecedor de la generosidad de Dios. Con el “ve y no peques más” se produce el inicio del camino hacia el encuentro con lo humano. La esperanza de conseguir la recuperación de la dignidad perdida. A esto se refiere Pablo cuando comenta: “esto erais antes……mas ahora….” 
El movimiento que Jesús pone en marcha mediante su actuación, es la necesidad de resituar de nuevo al hombre dentro de la experiencia gozosa de la gracia y del amor de Dios. Es por esto que Jesús mantiene una mirada esperanzadora de que lo imposible se hace posible: el hombre puede llegar a ser enteramente hombre y no puede renunciar a esto.

3.-  Una mirada esperanzadora

Con la llegada del reino, el hombre tiene la posibilidad de abrirse hacia un futuro mejor. Un futuro que se presenta como alcanzable, mediante la aceptación de la gracia de Dios manifestada en la cercanía del reino a través de Jesús. Y en esa aceptación Jesús mantiene viva la esperanza de que el hombre retome su dignidad.
Es por esto que debemos ver la proclamación de Jesús: “el reino de Dios se ha acercado”, como el elemento primordial de su vocación y a éste se van agregando otros para conformar como un todo su ministerio. Un ministerio que tenemos que analizar en su totalidad pero tomando la proximidad del reino como núcleo central del  mismo.
Mediante la proclamación de la cercanía del reino, Jesús pone en cuestión la sociedad religiosa y política de su tiempo en todo aquello que tenía de injusta y de contraria a la libertad y el amor. Y por esto Jesús muere víctima de las estructuras sociales, culturales, políticas y religiosas, porque su vida fue una protesta y un esfuerzo de liberación en relación a este estado de cosas. Y además incitó a sus oyentes a tomar postura para que tomara partido contra todas las formas de injusticia.
Este conflicto le llevó a la cruz, que no es ni más ni menos que el punto de culminación del movimiento que se inicia con Jesús, pero siendo resucitado, Dios tomó postura en favor de Jesús, por lo que, mostrándose como el Dios de la proximidad, pone de manifiesto su preocupación por todos aquellos que, siendo su creación, sufren la injusticia por el orden establecido de los que tiene el poder.
En el nuevo espacio que se inaugura por la presencia de Jesús, como demostración de que el reino de Dios se ha acercado, todo aquel que acepta la gracia de Dios es acogido por El sin importar raza, género o condición social. Lejos de esta realidad, nosotros centralizamos la preocupación de Dios solo por su pueblo porque concentramos el discurso bíblico en la historia de la relación de Dios con Israel (A.T.) y más adelante en el nacimiento y desarrollo de la iglesia (N.T.). Sin embargo, la religión bíblica, desde su momento fundacional con Moisés, se encuentra ligada a un Dios comprometido y preocupado por los seres humanos, sobre todo y ante todo, por los marginados y humillados.
Los profetas insistirán constantemente en este discurso hasta llegar a Jesús, donde este pensamiento alcanzará su máxima culminación poniendo en crisis a su religión que durante tanto tiempo había mantenido en oculto la proximidad de Dios con su creación. Jesús vino a derribar los muros que con tanto empeño se habían ido fabricando a lo largo de los años para preservar de contaminación al Dios tres veces santo. La indignidad del hombre ante Dios por su pecado, no podía permitir que éste pudiera tener acceso a la santidad de Dios. Así pues, el pecado que se interpone entre Dios y el hombre, provoca una retirada de Dios de la presencia del hombre, a la espera de que éste se arrepienta y vuelva a El.
Sin embargo con la llegada de Jesús, este pensamiento que alimenta la visión caduca de la religión con respecto a la lejanía de Dios, por culpa del pecado, entra en crisis para poner al descubierto que, de la misma manera que la liberación del Éxodo va a iluminar el relato del Génesis donde se muestra que la creación es fruto directo del amor de Dios y que por este motivo la presencia de Dios en el mundo será de salvación, asimismo la presencia de Jesús va a iluminar la concepción del reino al poner de manifiesto que, lejos de la realidad proclamada por la religión, Dios está abierto al hombre. Por eso la vocación de Jesús es anunciar que “el reino de Dios está presente”. Y con el reino, la presencia del Rey, que es lo que define y da sentido al reino.
A partir de esta comprensión de la proximidad de Dios, los que se adhieren a Jesús, y entran en ese reino para disfrutar de la gracia, adquieren el compromiso de desplegar la gracia de Dios hacia el hombre. Para eso se requiere ver al hombre cara a cara y aceptarlo como lo que es: creatura de Dios y que su esencia queda definida en las palabras del Génesis: ”y vio Dios que era bueno”.
Por eso, el evangelio nos interpela a todos a un compromiso radical por el hombre y la sociedad. Por eso los fieles debemos saber insertarnos entre los hombres de buena voluntad que buscan los valores humanos, para ejercer desde ahí la crítica social. Como bien recoge el Vaticano II: “los creyentes y los no creyentes de buena voluntad deben contribuir juntos a construir en la historia el futuro del hombre”.
 
A todos aquellos que con vuestro ejemplo contribuís a enseñarme que la vida hay que observarla desde el encuentro con Jesús “fuera del campamento”, desde la periferia, gracias.

 

 

Una visión del hombre desde la periferia (1)


Una de las preguntas que con más frecuencia asalta mi mente es ¿por qué Dios tiene un propósito para mi vida? Porque escucho con bastante frecuencia a través de programas de carácter religioso o bien leo a través de libros que se publican, que Dios tiene un propósito para mi vida. Y a partir de esa observación, uno se convierte en una especie de estatua de sal a la espera de recibir a través del Espíritu que se le informe de cuál es el propósito por el cual está aquí en el planeta Tierra. Y al final, lo único que observo es que el hombre nace, se desarrolla y muere. ¿Y dónde está el propósito por el cual hemos nacido? ¿Cuál ha sido el sentido de nuestra existencia?.
Dentro del proceso existencial del ser humano, desde que nace hasta que muere, se observa que su desarrollo no se produce en soledad, que no está solo, porque su mundo está lleno de personas que como él, también nacen, se desarrollan y mueren con o sin propósito cumplido. Y es a través de ese encuentro con el mundo exterior donde yo empiezo a encontrarme conmigo mismo y a entender que la pregunta no es ¿cuál es el propósito de Dios para mi vida? Sino ¿qué sentido tienen las personas para mi? ¿qué propósito tiene que yo me encuentre cada día con personas que forman parte de mi viaje?. Y en la respuesta a esa pregunta va a influir bastante la mirada que yo tenga de ellos. Porque a través de la mirada que yo tenga de las personas voy a entender qué sentido tienen para mi.
Dice la RAE que mirar es: “dirigir la vista a un objeto. Observar las acciones de alguien”. Y los datos que recibimos con esta observación que realizamos a través de nuestra mirada, se transmiten a nuestro cerebro para que analicemos correctamente el objeto observado y sepamos atender bien a quién es, para no ejecutar algo ajeno a su estado. Atender bien a lo que se mira, no vaya a ser que nuestra acción con respecto a lo observado no sea la debida. Y para atender bien a lo que se mira, es importante tener en cuenta el espacio desde donde se realiza la observación. No es lo mismo ver a las personas desde lejos o desde cerca; desde el local o desde la calle; desde la oración o desde la presencia; desde la altura o desde la bajura (como Dios hizo con nosotros).
El autor a los Hebreos nos habla de un espacio que podría ser el ideal desde donde podríamos tener una visión más correcta y poder atender bien a lo que se mira para darle la importancia que merece el objeto observado, que en este caso son las personas, lo que verdaderamente da sentido a nuestra vida.
El autor a los Hebreos en su capítulo 13:11-13 nos dice:" Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio". Y en estas palabras se nos habla de tres sujetos, distintos entre ellos, pero con un común denominador que es el espacio que comparten: “fuera del campamento”. Los animales, Jesús y los creyentes son los que ocupan ese espacio. Un espacio que en el A.T. era compartido por todas aquellas cosas o sujetos que eran indignos de pertenecer al campamento. Un campamento que congregaba al pueblo de Dios y que debía ser un lugar sin contaminación porque Dios habitaba en medio de su pueblo y se relacionaba con él. Era un espacio puro. Por eso los animales, una vez que habían sido utilizados en el sacrificio como expiación por los pecados del pueblo, debían ser llevados fuera y allí quemados (Lv. 16:27-28). Y no solo los animales, sino todo aquello que fuera inmundo o sucio debía ser llevado fuera para no contaminar el campamento. Incluso las personas que pudieran contaminar el campamento con su actuación (Lv. 24:14). Esta idea se ha ido proyectando a través de los siglos y todavía convive con nosotros en nuestro siglo de bienestar (ej. barrios marginales). Incluso se da entre las naciones (Africa, India…). Nunca le ha interesado al poder que se vean las miserias de la gente para no tener que convivir con ellas.
Es por esto que, en la reflexión del autor, el espacio que debía ocupar Jesús en su muerte, debía ser fuera del campamento, fuera de la ciudad. Porque el testimonio de Jesús, con sus enseñanzas, sus palabras, sus reflexiones acerca de Dios y la ley, y sobre todo su actuación basada en la autoridad recibida de Dios, era merecedor de una muerte llevada a cabo fuera de la ciudad. Por eso la muerte de Jesús no tuvo nada de sacrificio en el sentido antiguo de la palabra, sino que fue exactamente lo contrario, la ejecución de una condena. Porque un sacrificio era un acto de consagración, un ritual realizado en un lugar santo, en un entorno de santidad. En cambio, las ejecuciones de condenas eran actos de rechazo completo e infamante, y por ello se efectuaban fuera de la ciudad santa. Jesús muere “fuera de las puertas de la ciudad”, y por lo tanto, se muerte le excluía para siempre del culto sacerdotal antiguo. Pero en el testimonio vivo de Jesús vemos que esa preocupación no formaba parte de su realidad, ya que él no pertenecía a la familia sacerdotal ni se preocupó en absoluto por la pureza ritual: tocó leprosos (Mc. 1:4), muertos (Mc. 5:4), comió con pecadores (Mc. 2:16; Lc. 15:1-2), atendió a prostitutas.
Podemos decir que Jesús muere fuera del campamento porque su vida se mantuvo siempre fuera del campamento. Porque él no compartía a Dios de la misma manera que lo hacía la religión; no tenía la misma visión de Dios y maldecía la falsa espiritualidad que tenían los líderes religiosos. Supo mantenerse siempre al margen del discurso teológico de los fariseos manteniendo su propia reflexión acerca de Dios y transmitiéndola a la gente a través de un discurso pastoral desde la cercanía con una fuerte carga pedagógica. Porque para él lo importante no era buscar el sentido de su vida a través de los esquemas teológicos acerca de Dios y su relación con El, sino una aproximación a la gente de su tiempo, desde la exigencia del desprendimiento, desde una fuerte vocación de servicio, con tal de poder atender a lo verdaderamente alimenta y enriquece el sentido de su vida. Disfrutar de la cercanía de las personas y atender sus necesidades es lo que verdaderamente alimenta a Jesús y le da sentido a su existencia.
Es por ello que debemos tener cuidado con lo que deseamos cuando nuestra preocupación y anhelo es parecernos a Jesús. Porque adonde nos quiere llevar el autor de Hebreos es a esto, a que, al igual que Jesús, “salgamos fuera del campamento” a la periferia, para no estar atados a la pureza del ritualismo religioso y vivamos desde la indignidad, desde la contaminación con lo humano, donde lo verdaderamente importante son las personas y sus necesidades, sin importarnos el tener que vivir desde la inseguridad, desde la afrenta o deshonra, desde la crítica, por desatender nuestras costumbres evangélicas, nuestro patrimonio religioso, y prestar atención a lo que verdaderamente da sentido a nuestra existencia: la preocupación por el ser humano. Una preocupación que debe ejercerse en función de nuestra mirada del objeto hacia el cual dirigimos nuestra preocupación: y en este caso se trata de personas. Que no son objetos a los cuales solo hay que salvar, sino también sanar atendiendo sus dolencias y preocupaciones. Porque salvar esta muy bien, pero esa no es nuestra función.
Nuestra vocación debe estar enfocada hacia las personas, a la gente que nos rodea y espera que alguien les preste un poquito de atención, que les den un poquito de calor y se puedan sentir arropados por alguien que en un momento dado pueden contar con su ayuda. Y para esto se necesita que la mirada que tenemos hacia ellos produzca en nosotros una excitación de nuestra sensibilidad que nos lleve a tener el atrevimiento de traspasar nuestro círculo de bienestar, de seguridad. Porque si bien las necesidades físicas son muy importantes, existen otras necesidades en el ser humano que deben ser atendidas. Y a veces no nos damos cuenta que actos tan pequeños como pueden ser dar la mano, preguntar cómo está o conocer su nombre, pueden dar un poco de dignidad a la persona que siente cómo nadie se preocupa de él.
Por eso, el autor de Hebreos nos invita a tener un encuentro con Jesús, que nos espera fuera del campamento, para llevar el mismo oprobio, la misma deshonra, la misma humillación que representó para él, por parte de la sociedad, la atención que dedicó a todos aquellos que por su condición social, económica, religiosa o física, pasaban por este mundo sin ser vistos.
Es por esto que el autor de Hebreos considera importante el hecho de “salir fuera del campamento” para tener otra mirada, otra visión de las personas. Porque ese nuevo espacio desde donde poder contemplar a las personas nos va a permitir proyectar sobre ellos la misma mirada que Jesús tuvo sobre aquellos que le rodeaban. Una mirada desacralizadora, una mirada reparadora y una mirada esperanzadora.