domingo, 8 de mayo de 2016

Cómo es Dios (2)


“Y aquel verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14) (Cf. Ex. 40:34-Moisés no pudo ver la gloria de Jehová porque no podía entrar en la tienda). Si bien en el A.T. la gloria de Dios estaba en medio del pueblo, éste solo podía captarla a través de la acción de Dios porque esa gloria estaba velada frente a la mirada del hombre.
Sin embargo, el propósito de Dios en su deseo de darse a conocer al hombre, le lleva a que este acercamiento progresivo de su persona pase de una revelación a través de la palabra, a una revelación como encuentro. Porque si bien en un tiempo la palabra se hacía presente a través de la capacidad de captación del sentido de la acción de Dios, en este tiempo la palabra se hace carne y habita entre nosotros. Y al hacerse carne la palabra, posibilita la revelación definitiva de cómo es Dios, porque “la palabra misma de Dios no puede ser una palabra parcial y finita. No comunica algo de parte de Dios o acerca de Dios; la palabra de Dios comunica a Dios mismo. Dios y su palabra son una misma cosa” (José Vives). A partir de este acontecimiento, a través de su palabra hecha carne, Dios se hace presente en la humanidad, no de forma circunstancial o temporal, sino que habita permanente y abiertamente en medio de ella.
Si Israel, a partir de su fundación en el éxodo, ha podido ir conociendo quién era su Dios, nosotros vamos a tener el privilegio no solo de saber quién es Dios sino también de conocer cómo es Dios a través de la encarnación, porque solo a través de ella se va a posibilitar que la gracia y la verdad de Dios tenga una presencia histórica y podamos contemplar la gloria de su salvación. Una encarnación que se va a proyectar en el establecimiento de un reino desde la marginalidad, desde un entorno de opresión y de rechazo por la sociedad, para que todos los que se abren a esta gracia y verdad puedan entrar en este reino. Y este compromiso va a culminar en la cruz, como consecuencia de una abierta oposición y rechazo a esta palabra encarnada por no ajustarse a la tradición ni al discurso teológico del poder religioso.
Así pues, para aceptar este ofrecimiento de Dios relacionado con el conocimiento de saber cómo es Él, hemos de atender los tres elementos que conforman su encuentro con el hombre. Y aunque los veamos por separado, tenemos que entenderlos en su conjunto: encarnación, reino y muerte.

Encarnación

Si tuviéramos que definir qué es la encarnación necesitaríamos muchas horas para poder entender algo del acontecimiento más grande llevado a cabo por Dios: que el Logos, siendo y permaneciendo Dios, descienda hasta nosotros y se haga carne; viniendo a ser, de forma misteriosa e inexplicable, un modo de ser diferente al que tenía desde la eternidad. Por esto, por mucho que tratemos de definirlo y explicarlo, solo alcanzaríamos a tocar la superficie de este gran misterio llevado a cabo por Dios. Pero de lo que sí estamos seguros y tenemos una visión muy clara de ello, es que la encarnación viene a representar la seriedad con que Dios se toma el acercamiento al ser humano, porque la radicalidad de esta encarnación nos presenta al Logos de Dios desde el aspecto de su finitud, de su vulnerabilidad, en definitiva desde su mortalidad como condición sine qua non de su humanidad. Una humanidad de la que no pretendo daros una explicación de cómo se lleva a cabo, sino que me lleva a hablaros de las oportunidades que se nos brindan a partir de este acercamiento y que podamos disfrutar de esa nueva situación que se ha inaugurado con Jesús, porque su presencia será para nosotros sacramento y signo eficaz de cómo es Dios.
Nos cuesta creer que el Hijo de Dios se lanzara a la aventura de la vida humana sin que se produzca en nosotros un cierto rechazo a admitir plenamente que el Hijo experimentara lo que significa ser hombre y se nos presentara con el nombre de Jesús. Y al hacerlo, no seamos capaces de despojarlo de su condición divina, privándole de su evolución humana que, como tal, se produce dentro del espacio y del tiempo. Una evolución que le lleva a poderse mostrar como un hombre de su tiempo y de su tierra, en las condiciones concretas de una existencia individual, a través de la cual puede vivir plenamente cada una de las situaciones que la vida le proporciona. Es por esto que debemos evitar el encerrar a Dios en sí mismo, tratando de despojarlo de su poder soberano de comprometerse en sus relaciones con el ser humano y coartarle en su libertad de encarnarse en el Hijo para mostrar una relación real con el hombre. Porque si el Verbo se hace carne es para habitar entre nosotros, aceptando ser un miembro más de la comunidad humana estableciendo una interdependencia en sus relaciones comunitarias.
Cuando nosotros seamos capaces de aceptar y asumir, en nuestra condición de hijos, el escándalo de la encarnación, comenzaremos a penetrar un poco en los misterios de nuestro Padre y alcanzaremos a comprender algo de “cuál es la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:18-19). Tal vez nosotros, como hijos que somos ahora, nos escandalice que nuestro Padre se acerque a nosotros como un despojo y tratemos de darle una explicación lógica a esta locura para poder así restablecer la figura de Dios, y de esta manera Él pueda encarnarse sin dejar de ser quién es.
Pero la actitud de Dios, tomada deliberadamente desde su libertad, es establecer relaciones con la humanidad para que ésta tenga conocimiento de forma directa, y no a través de tradiciones obsoletas o principios teológicos fundados en el pensamiento humano, cómo es el Dios que desde el principio de la historia humana ha mostrado su amor al hombre y quiere que forme parte de su ser. Y esta demostración la va a realizar no desde la doctrina, sino desde el despliegue de su gracia y su verdad que nos trae el Hijo al acercarnos el reino.

El reino

Pero no os asustéis que no voy a entrar en un estudio sobre el reino, sino en lo que la presentación de éste, por parte de Jesús, representa para saber cómo es Dios. Porque la encarnación tiene el propósito de acercar a Dios a través de la inauguración del reino, para que todos aquellos que se dejan arrastrar por la invitación que hace el Hijo, puedan disfrutar de la experiencia del conocimiento de cómo es el Dios de Jesús. Así pues, el reino se convierte en causa principal de la encarnación, para que a través de él podamos contemplar la seriedad de Dios en el compromiso de darse a conocer al hombre. En este caso Dios no delega este acontecimiento ni en ángeles, ni profetas, sino que el Logos se hace carne para hacer visible el reino que se manifiesta con la presencia del rey.
Por esto la estrategia de Jesús no es presentarse como líder, rabino, Mesías o profeta, sino inaugurar el reino desde la premisa de que el rey se ha acercado. Por esto la encarnación se convertirá en la piedra angular del mensaje del reino, porque de la misma manera que el rey se ha acercado, es decir desde el despojo, se le exige a todo aquel que quiere entrar, que tenga el mismo sentimiento que el rey. Así pues, la elección de los discípulos se convierte en la credencial de cuál ha de ser la característica principal de cómo ha de ser el reino (No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí –Jn. 15:16). La atención está centrada en la pequeñez y parece como si se hiciera memoria del “no os elegí por ser más que otros…” (Dt. 7:6-8).
Así pues, no es de extrañar que, si bien el mensaje del reino va dirigido a todos, haya un énfasis especial en dirigir la cercanía del reino hacia aquellos que más lo necesitan por su condición social: los desahuciados por las hipoteca, los parados de larga duración, la gente que no tiene recursos para sobrevivir, los inmigrantes sean del país que sean, los que no tienen cobertura social…. Es decir, todos aquellos que no disponen de recursos para poder vivir con dignidad y se ven en la miseria sin que nadie atienda sus necesidades. Cuando los discípulos de Juan le preguntan a Jesús si era el Mesías o esperaban a otro, éste les contesta: “los cojos andan, los ciegos ven, los sordos oyen…” (Mt. 11:3-6), desviando así la atención sobre lo que está pasando con la presencia del reino que ha venido en su persona; por eso ante la pregunta de Jesús a sus discípulos de quién es él (Mc. 8:29), lo importante de la pregunta de Jesús no es quién es él, sino lo que representa su presencia para todos aquellos que son convocados a integrarse en el reino.
Una integración que les lleva a ver que el Dios del éxodo y el Dios de Jesús, a pesar de las diferencias marcadas por la religión, es el mismo Dios que se preocupa de los desvalidos, de los necesitados, y es necesario interiorizar la esencia de Dios para mostrarse como súbditos del reino. Y esa esencia la pueden ver a través de Jesús en sus gestos, sus palabras, sus miradas, sus enfrentamientos con los líderes religiosos a causa de ellos, sus acercamientos… Todo en Jesús les lleva a decirles cómo es Dios.
Porque si bien en el Sinaí el carácter de Dios queda normalizado a causa del estadio infantil en que Israel se encuentra respecto al conocimiento de Dios, en Jesús ese conocimiento es interiorizado y manifestado a través de todo lo que él hace o dice. Por eso la entrada en el reino no es un tema de lejanía o cercanía, de creer o no creer, sino de dejar penetrar en la vida la imagen que Jesús transmite de Dios, mediante la meditación en sus palabras y acogimiento de su testimonio.

Muerte

Un testimonio en el que Jesús se mantendrá firme hasta sus últimas consecuencias y le enfrentará con la misma muerte por causa de él. Porque es evidente, por lo que nos narran los evangelios, que Jesús se enfrenta permanentemente contra todo aquello que trata de falsificar la verdadera imagen de Dios y que contrasta con la que él presenta a sus conciudadanos. Porque Jesús, con su presencia, lo que hace es revelar a su Padre, porque todo cuanto es y hace, cada uno de sus gestos, tienen valor de signo revelador: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn.14:9).
Y es esta demostración de cómo es Dios, que Jesús realizará a lo largo de su ministerio, lo que decidirá que Jesús tenga que morir. Por eso la muerte de Jesús, si bien hemos de entenderla en base a los acontecimientos que fueron sucediéndose por su enfrentamiento con el Dios de la norma, con el Dios de la doctrina, de los esquemas religiosos, no es ni más ni menos que producto de la encarnación. Una encarnación que hace visible la esencia de cómo es Dios a través del reino y de los que lo integran y que lo lleva a morir a causa de su vocación. Si la encarnación representa la respuesta de Dios a su decisión de acercarse al hombre, la muerte va a representar la seriedad de esa encarnación. Porque la muerte va a ser la culminación de su encarnación. Teniendo en cuenta que todos los actos condenatorios son realizados por una causa punitiva, estamos dándole más importancia al acto condenatorio que a la causa provocadora del acto.
Por eso, era necesario que a través de los evangelios se recuperara para la comunidad el valor de la encarnación, ya que los escritores del N.T., y en especial Pablo, hacen énfasis en la muerte del Hijo como el gesto más sobrecogedor del amor de Dios en su voluntad de salvar al hombre. Era necesario pues recuperar la encarnación. Una encarnación que estaba quedando en un segundo plano por el escándalo de la cruz, pero que no podía dejar de lado el escándalo de la encarnación para poder hacer inteligible la predicación de Pablo dando a conocer la acción de Dios como un todo: encarnación, reino y muerte.
Desde mi entender, la gran contribución de los evangelios es darnos a conocer que si bien la cruz es la culminación de la obra salvífica de Dios, ésta se debe a que el Logos “se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y esa encarnación la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y hemos palpado con nuestras manos (1ª Jn. 1:1-3), y a través de esa experiencia, Dios nos ha mostrado cómo es Él.

Conclusión

No obstante, no hemos tenido ni tendremos la experiencia física de vivir a su lado. Y mucho menos podremos pasar por la experiencia de la encarnación, ni vivir como él vivió y qué decir de morir en una cruz por causa del reino.
Tal vez por eso, nuestra tendencia es a sacralizar el seguimiento viéndolo como una opción que solo pertenece a unos cuantos que han visto clara esta vocación. Y pensamos que el seguimiento tiene que ver con las grandes gestas que realizan estas personas.
Lejos de esta realidad, el seguimiento es una adhesión a la persona de Jesús, y es patrimonio de todos, porque todos podemos

·       Encarnar el mensaje de Jesús interiorizando sus enseñanzas y mostrando en nuestro entorno cómo es el Dios en que creemos.
·       A través de una puesta en marcha de lo que representa el reino en nuestras experiencias diarias. Porque el reino es para vivirlo y no para hacer teología. Unas vivencias que deben llevarnos a una disposición de todos aquellos que nos necesiten o no. Abrirnos desde el despojo hacia todos aquellos que sean buenos o malos, religiosos o ateos, morales o inmorales, descarriados o no, perdidos o encontrados. Abrirnos a todos desde lo humano, porque no existe nada más profano que el seguimiento de Jesús. Una profanación que tiene sus comienzos en el mismo Dios a través de su encarnación para mostrarse al hombre cómo es Él.

 

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