domingo, 8 de mayo de 2016

Qué quiere Dios (3)


A lo largo de estas tres semanas hemos reflexionado sobre el hecho de que, si bien la Biblia tiene ciertos rasgos en cuanto a la presentación de algunos elementos éticos y morales para la vida, no es su principal función ser un manual de instrucción, sino más bien su función es teológica y pedagógica. Dos funciones que pretenden mostrarnos quién es y cómo es Dios, y que nos proyectan hacia una tercera función que pretende guiarnos hacia la reflexión, análisis y comprensión de cuál debe ser la finalidad de dichas funciones.
Unas funciones que pretenden mostrarnos, no de forma contemplativa o mística, sino real, que la gracia es la que nos pone en contacto con Dios y nos acerca a Él para mostrarnos que está interesado en que le conozcamos. Y frente a ese contacto, nos preguntamos ¿quién eres? y ¿cómo eres?. Y Dios nos brinda la posibilidad de conocer la respuesta a esas dos preguntas para que su gracia penetre en nuestras vidas. Porque esa gracia, como nos dice Karl Rhaner: “no viene de un Dios lejano y absolutamente trascendente, sino que dura junto con el mundo, metida en un pedazo de humanidad y de su historia. Y Cristo en su existencia histórica es, a la vez, la realización de la gracia salvífica de Dios, y su señal”. Y al igual que Jesús, la comunidad debe continuar siendo sacramento de la gracia en medio del entorno social en el que debe desarrollar su existencia. Porque la gracia es la única ley a la que debe estar sometida la comunidad; una ley que nos recuerda que vivir de esa gracia y responder a ella, es la única exigencia fundamental de la moral cristiana. Y para que la gracia sea una realidad constante y transforma a la comunidad en una “comunidad de vida” deberíamos acercarnos a ella desde un replanteamiento vital y permanente de quién es Dios y cómo es Dios. Porque para esto nos ha mostrado Dios quién y cómo es Él, para que tengamos conocimiento de quiénes y cómo debemos ser nosotros.

Conocer quién es Dios

Como siempre ocurre en la vida, un acto que sucede en un momento dado, un comportamiento motivado por unas circunstancias especiales, una actuación temporal llevada a cabo por una situación concreta, puede provocar en la sociedad cambios de pensamiento o de comportamiento. Y mucho más si lo analizamos desde el punto de vista religioso, porque cualquier acto de Dios realizado en la historia del hombre es interpretado como un comportamiento obligado de Dios. Es decir, que la forma de actuar de Dios, una vez manifestada, está obligada a tener que ser siempre la misma. Por lo visto Dios no puede actuar en función de la historia del hombre, de su cultura, de su conocimiento, su visión del cosmos o de la vida, sino que Él lo hace porque quiere y al margen de las necesidades del hombre y de su situación histórica, y una vez que actúa, así tendrá que ser siempre su actuación.
Los relatos que encontramos en la Biblia acerca de la actuación de Dios con respecto a su pueblo nos permiten ver con claridad la potencia que desplegó Dios para poder salvarlo de Egipto y cuidarlo durante su trayectoria por el desierto y también en su asentamiento como nación en la tierra prometida. Tal fue su potencia en favor de Israel que ninguna nación, por muy fuerte y grande que fuera, podía humillar a Israel. Pero estos relatos nos indican también que el propósito de Dios con respecto a su pueblo, no era solamente que ellos se aferraran a las grandes gestas de Jehová (unas gestas que en un momento dado fueron necesarias), sino que fueran dirigiendo su mente y su corazón hacia algo mucho más profundo y de más valor para ellos: su cercanía.
Una cercanía que les debía hacer ver a ellos que Él estaba interesado en que le conocieran, y a través de ese conocimiento fueran interiorizando quién era el Dios de las grandes gestas. Porque Dios no pretende ser un dios más entre todos los dioses que eran alabados por su grandeza y poder, sino que Él abre el camino para que Israel pueda tener a su alcance al Dios que les ha salvado. Esa lección es la que pretende enseñar a Elías (1ª Reyes 19:11-13) en cuanto a que lo verdaderamente importante no es la acción de Dios sino su sola presencia. La enseñanza que Dios pretende dar a su pueblo es que su verdadera grandeza no se encuentra en sus hazañas, en la manifestación de su tremendo poder, sino en la demostración del gran amor que Dios siente por el hombre. Un amor que le ha llevado a humillarse ante su creación a través del acontecimiento más grande que podía darse en la historia de los dioses: que Dios se hace cercano a su creatura para que le conozca.
Ante este gran acontecimiento, la única respuesta que el hombre puede dar en la búsqueda del encuentro con Dios, no puede darse a través del cumplimiento de la norma sino desde la práctica de un trato igualitario y justo con su prójimo; desde el anhelo de ser misericordioso  con todos y desde una actitud de humillación. Porque el Dios que se abre al hombre nos trata a todos de forma justa, de igual a igual, no aprovechándose de su superioridad; se da a conocer desde la generosidad, desde la compasión ante nuestras miserias y sufrimientos; y sale a nuestro encuentro desde un espacio de humillación, no desde la altivez. Esta enseñanza, que se encuentra en Miqueas 6:8, es la que predomina a través de la historia del encuentro de Dios con el hombre.
Por lo tanto, no podemos tolerar que en nosotros solo se dé una contemplación mística del Dios todopoderoso, viviendo de las rentas de sus grandes hazañas y alabando los frutos de las victorias del pasado, y `por otro lado menospreciar el conocimiento de quién es ese Dios, abrazando lo que Él nos da pero sin querer saber quién es. Tengamos cuidado porque hay muchos corruptores de mentes que solamente nos alimentan con las grandezas de Dios (salvo que nos guste que nos corrompan) y nos alejan de la atracción por conocer a nuestro Dios, no permitiendo que la línea pedagógica que se inicia en el Sinaí se complete en nosotros a través de la interiorización de quién es nuestro Dios. Una interiorización en la que van a tener especial relevancia dos herramientas, de entre todas las que tenemos a nuestro alcance, que son: la Biblia y la oración. Dos herramientas que no podemos menospreciar, lo que sí hay que despreciar es la utilidad tan indignante que se pretende hacer de ellas. Porque la Biblia no es solo para leer, sino para reflexionar, interpretar y aplicar, provocándonos a ser capaces de formar una comunidad de opinión para nuestro mutuo enriquecimiento. Y la oración no solo es para hablar con Dios, sino para vivir con Dios. Porque la oración no es pedir sino vivir. Es tener una relación vital y permanente con mi Dios, sabiendo que Él, el Dios de la creación, el Dios del éxodo, de las grandes hazañas, es el Dios que camina a mi lado y, mientras caminamos, hablamos. Él me abre su corazón y yo le abro el mío y los dos nos enriquecemos. Él conociéndome a mí y yo conociéndole a Él, experimentando en mi vida a través de esos encuentros entrañables, quién y cómo es Él.

Conocer cómo es Dios

Porque no solo tenemos acceso a saber quién es Él sino también a cómo es Él. Y este conocimiento nos lo proporciona la contemplación de la gracia y verdad encarnada en el Logos. Una contemplación que nos tiene que llevar a una reelaboración de nuestra fe y, consecuentemente, de nuestra acción. Una contemplación que nos ayude a recuperar nuestra identidad como hijos de Dios por nuestra vinculación con Jesús, porque nuestra capacidad de sorpresa frente a la encarnación ha entrado en un estado de letargo debido al hecho de que hemos desenfocado la lente del proceso salvífico de Dios y la encarnación ha quedado desterrada a un segundo plano.
Conociendo como conocemos este proceso, podría resultar algo ingrato que el centro de atención de nuestra salvación se halle solamente en la cruz (tal vez por la excesiva victimización que los humanos ponemos en acontecimientos de este calibre). Y no es que estemos quitándole méritos a la acción de Dios en nuestra salvación, muy al contrario, estamos añadiéndole mucho más valor al acto en sí, ya que en la encarnación se encuentra concentrado el ejercicio más humillante al que tuvo que someterse el Hijo para que nosotros tuviéramos acceso al Padre, no en cuanto a la gloria futura, sino a un acercamiento real al Padre en nuestro vivir diario, ya que Jesús es la imagen visible del Dios invisible.
Y es a través de la presentación de esta imagen cómo el reino se nos hace presente porque el reino, en palabras de Jesús, se nos ha acercado porque el Rey se ha hecho visible y nos muestra cómo es Él. Y al hacerlo nos indica muy claramente que toma partido por los humillados, los oprimidos y explotados por otros, desbaratando los planes de los arrogantes, derribando del trono a los poderosos, exaltando a los humildes y colmando de bienes a los hambrientos (Lc. 1:51). Es por esto que Jesús se dirige unilateralmente a los pecadores, enfermos y leprosos, para mostrar que si a éstos, que son el desecho de la sociedad, se les ofrece la entrada en el reino, todos aquellos que se acojan a la gracia de Dios tienen cabida en su reino. Por eso Jesús nos enseña con sus milagros que la grandeza no está en el hecho en sí del milagro, sino sobre quiénes se realizan como signo de que algo más grande está aconteciendo. Porque la actitud de Jesús hacia los pobres no es para hacerles ricos ni para que se sientan poderosos, sino hacerles sentir que ellos, a los ojos de Dios, son tan dignos como cualquier otra persona y que esta dignidad inquebrantable que poseen les posibilite levantarse y ayudarse a sí mismos no sintiéndose fracasados por la sociedad que, si bien les desprecia, también son llamados a liberarse de su propia justificación y a compartir la misma dignidad que le es ofrecida al pobre, porque a los ojos de Dios la indignidad del rico no reside en la riqueza sino en no saber gestionarla compartiendo con el que no tiene.
Yo desconozco si el reino es presente o futuro, si es temporal o celestial, si es cosa de Dios o de los hombres, si es de este mundo o si es una teocracia. Son conceptos acerca del reino que, si bien son interesantes y a los que hay que prestarles atención, no se encuentran en los primeros puestos de mi escala de prioridades, porque como decía Gregorio de Nisa: “Los conceptos crean ídolos. Solo la admiración es capaz de comprender algo”. Y esa quiero que sea mi prioridad: sentir la fascinación y admiración que Jesús compartió con los suyos acerca del reino. Por eso sería bueno que hiciéramos caso del consejo que Jesús nos da acerca de dónde debe estar centrado nuestro interés: “buscad primero el reino de Dios y su justicia” (Mt. 6:33). Porque en la búsqueda de ese reino salimos al encuentro de cómo es nuestro Dios y compartimos con Él nuestra preocupación por los demás, nuestra atención al necesitado, nuestro ofrecimiento a todo aquel que espera una ayuda. Porque el reino no es un concepto que debemos memorizar, sino que es una experiencia de vida que debemos saber compartir con los demás mediante el ofrecimiento de la gracia y la verdad que se ha encarnado en el Logos y que conforma el carácter de nuestro Dios.
Lejos de esta realidad, en lugar de tener una experiencia liberadora y enriquecedora compartiendo los valores del reino, preferimos tener una experiencia normalizadora del reino donde todo está sometido a la legalidad, haciendo del seguimiento el baluarte de la vida en el reino. Y al hacerlo, permitimos que este seguimiento se convierta en la justificación más santa que podemos utilizar para no estar comprometidos, porque en nombre de un hermoso celo purificador optamos por la moral y la ética que Jesús hubiera mostrado en la situación en que nosotros nos encontramos, sin darnos cuenta del detalle de que la ética y la moral de Jesús fue escandalosa en los tiempos en que vivió, porque toda su vida estaba enfocada hacia el otro, de tal forma que podemos decir que su nacimiento ya viene marcado por su ofrecimiento a dar su vida por los demás, porque su preocupación por el otro le hace vivir siempre expuesto a la muerte.

Conclusión

Quién es y cómo es Dios son dos preguntas que nos deben constreñir a mantener una continua reflexión de la actuación de Dios en nuestro favor. Porque Dios no ha intervenido en nuestra historia solo con el propósito de reflejar su poder y autoridad sobre la creación y las naciones que la conforman, sino principalmente que el hombre pueda tener conocimiento de todo lo que Él ha llevado a cabo con el fin de darse a conocer a su creatura y que ésta pueda experimentar el amor tan grande que siente hacia ella. Un amor que le ha llevado a mostrar su generosidad, su amistad, su cuidado, y de forma muy cariñosa con los débiles. Un amor que le ha llevado también a mostrarnos el precio tan grande que ha tenido que pagar: humillarse ante su creatura como demostración de la seriedad de sus sentimientos hacia ella. Una demostración que inevitablemente tiene sus días contados por su continua exposición de la gracia de Dios en favor de todos aquellos que quieren acogerse a ella, sin distinciones sociales o económicas.
Frente a estas preguntas, nosotros debemos contestar. Y sería bueno que lo hiciéramos no desde la doctrina o desde la moralidad, sino desde la interiorización de todos los beneficios que ha aportado a nuestra vida la manifestación de la gracia de Dios, teniendo en cuenta que, como dice Moltmman: “del mismo modo que la gracia presupone la autocomunicación de Dios y su autodonación, también presupone que el hombre sea agradecido y capaz de percibir cuál debe ser su nueva actitud frente al reino que se inaugura con Jesús”.

 

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