jueves, 24 de marzo de 2016

Sentimiento de culpa


Las sociedades, siempre y en todo momento están sometidas a la divinidad, a una instancia altiva, que en unos casos podemos llamarle Dios, padres o en otros casos podemos llamar legalidad. Este proceso de sometimiento comenzaría ya de pequeños, durante la etapa de desarrollo determinante donde se aprenden los patrones principales de comportamiento que regirán los años posteriores de vida. Y así se mantendrá hasta el momento en que, debido al desarrollo y maduración propia de la persona, ésta ha de comenzar a integrar las normas familiares a las suyas propias, a su código, que poco a poco va tomando forma. Con el paso de los años, esta reafirmación va tomando relevancia y la persona acaba o revelándose o sometiéndose al principio regulador impuesto.

En este proceso de aprendizaje existencial llega el momento en que uno tiene que decidir por ser uno mismo o sustituir la experiencia del “mi mismo” por el criterio del otro. Y es en esta decisión donde comienza a generarse el sentimiento de culpa. Porque la culpa se genera “en relación a”, entre un yo y un tu. Un yo que pretende ser uno, se tiene que enfrentar a los principios reguladores impuestos por la sociedad, la ley y la religión. Este enfrentamiento va a generar en la persona un conflicto interno porque el deseo y la satisfacción del yo van a encontrar dificultades para que puedan manifestarse frente al criterio del tu (si yo soy uno raramente podré ser culpable y estaré tranquilo. Si yo soy dos, el otro siempre puede ser alguien con criterio para guiarme). Si yo siento “X” y lo establecido por el otro es sentir “Y”, me voy a sentir culpable por no sentir “Y”. Y esta situación va a generar en mi vida indecisión y ansiedad.

Dentro de los principios reguladores que la sociedad nos impone, y nos dicen cómo tenemos que sentir, pensar y hablar (en definitiva cómo tenemos que vivir), los que más relevancia tienen por cómo nos afecta como personas, son los principios de la religión. En la obligación de cumplir con estos principios es donde más se pone de manifiesto que el sentimiento de culpa es la expresión del miedo de ser censurado por Dios y desaprobado por la comunidad. Aquí es donde más se puede percibir que el miedo es utilizado como originador de la culpa. La religión, que es una experiencia humana de primera categoría, trata de que integremos en nuestra vida un patrón de comportamientos desde la concepción de un Dios que es emblema de la autoridad y del dominio. Una figura autoritativa y amenazadora que ha resultado ser siempre beneficiosa para manipular las conciencias y anular la autonomía de la comunidad religiosa, estableciendo figuras paternas sustitutivas, arropadas en el culto a la personalidad de los líderes.

¿Cuáles son los mecanismos que hacen posible que esta imagen de Dios penetre en la persona para llevarla a un estado de miedo y culpabilidad?. Porque el sistema religioso eclesiástico siempre ha intentado por todos los medios, presentar a Dios como una figura indignada y celosa de la libertad humana, ya que todo ser humano está necesariamente condenado al fracaso. Por eso siempre ha sido necesario para poder poner orden en la naturaleza, que Dios, a través de sus representantes, guíe a los hombres por las sendas de justicia. Y el mejor modo de hacerlo es echar mano de lo que más rentable le ha resultado al sistema religioso: el miedo.

Y para que este miedo sea una constante dentro de la comunidad, se lleva a cabo el desarrollo de tres fases: 1.- Una fase en la que se va asumiendo al líder como representante de la norma. 2.- Una fase en la que el líder va asumiendo el rol de que él es el único con la capacidad de interpretar la norma. 3.- Una fase en la que la comunidad asume el sometimiento a la norma, viviendo con la carga del castigo en caso de no hacerlo. Y cuando una persona se mira únicamente en este espejo, acaba proyectando esta dinámica sobre su entorno, deformando su propia realidad y la de los demás.

1.-  Representación de la norma

Partiendo de la verdad bíblica de que Dios es nuestro padre, establecemos mentalmente al líder como figura paterna sustitutiva, de tal forma que él es el representante de Dios en la comunidad. A través de una pastoral paterna, de mensajes con una carga excesiva de sentimentalismo, del uso de palabras tiernas y compasivas, se puede llegar fácilmente a rendir culto a la personalidad del líder (eso sin contar aquellos que usan el caballo de Espartero como espejo –el que tenga oídos para oír, oiga-). Y él, por ser quien es, se convierte en poseedor de la norma por la cual ha de regirse la comunidad. Por lo tanto, él parece tener toda la libertad para imputar al otro. Una libertad del todo dada y legítima, teniendo en cuenta que tiene institucionalizada la pena de su incumplimiento en el castigo, que acostumbra a ser la forma de expiación de la culpa. Y en este caso partimos que es una libertad apoyada en la Biblia, la palabra de Dios. Por lo tanto, el líder se convierte en una instancia sólida y omnipotente en su tarea de detección de modelos de comportamiento no apto, teniendo él la libertad absoluta y legítima de cuestionarlos.

2.-  Interpretación de la norma

Para que el líder tenga la fuerza legítima, sería necesario que para poder ser regulador del comportamiento de la comunidad, fuera igualmente emisor de la norma. Y en nuestro caso, como la norma está expuesta a interpretación porque es una norma escrita, y además hace siglos, el que tiene autoridad para hacerlo se convierte en emisor de la misma, permitiendo que lo subjetivo pase a ser objetivo. En última instancia, el que tiene capacidad de interpretar la norma, es el que define el objetivo y punto de partida del comportamiento adecuado, lo que supondría o no una conducta imputable de culpabilidad. De esta manera, el conflicto estaría asegurado, pues tendríamos un enfrentamiento de posiciones que estarían definidas dentro de una relación de verticalidad que da todo el sentido al conflicto, con una polaridad integrada porque yo, que soy el culpable, expreso el cómo vivo las situaciones, mientras que el otro, que es el que culpa, me dice cómo debería vivirlas. No tendría ningún sentido el conflicto si la relación partiera desde una horizontalidad sin que ninguno de los dos fuera poseedor de los principios reguladores de la vida comunitaria. Sin embargo, este conflicto estará siempre presente porque como dice un teólogo (André Beauchamp): “mientras que en el discurso teológico, la gravedad de la conducta viene definida por la conciencia, en el discurso pastoral se da a entender que la gravedad de la materia depende de la opinión de la autoridad”. Poniendo de manifiesto que existe una mala interpretación del discurso bíblico para poder dar un enfoque manipulador al cómo hemos de vivir.

3.-  Sometimiento a la norma

En esta gran casa que es el mundo y que está habitado por personas, existe una relación estrecha entre evaluador y evaluado. Y en esta relación, tanto culpable como el que culpa, mantienen una relación de dependencia, donde el acusador actúa desde una instancia elevada a la que podríamos llamar justicia, moral o valores y el culpable actúa desde la admisión de esos valores. Y asumiendo la culpa impuesta por el incumplimiento de esos valores se admite la superioridad del otro y que éste sea nuestro guía.

En nuestro espacio comunitario, la instancia elevada usada por el acusador se llama Biblia que es, ni más ni menos, que la mismísima palabra de Dios. Y por medio de esa palabra se nos inculca el sentimiento de culpa. Un sentimiento que nos deja inmóviles, que no nos permite actuar por miedo a ser censurado por Dios y desaprobado por la comunidad. Un miedo que nos vuelve pasivos y siempre subordinados a esa instancia altiva. Una subordinación alimentada con conceptos como infierno, pecado, mundo, carne, esclavitud, excomunión, Dios nos ve, falta de asistencia a los cultos, ética, moralidad, etc.,etc.

Poco a poco nos convertimos en profetas del comportamiento del otro cuando incorporamos a nuestro lenguaje la sentencia: “así dice el Señor”, para definir a continuación el patrón de comportamientos que debe regir en nuestra vida, instalando así el sentimiento de culpa en el caso de que no vivamos de acuerdo con lo que se espera de nosotros. Una culpa que me impide vivir y ser yo mismo y que me garantiza vivir con miedos y dolor.

4.-  Desacralización de la culpa

Frente a una situación así, nos dice Paul Ricoeur, en un estudio sobre la acusación, que debemos “evitar que la característica de una ética religiosa consista simplemente en vincular la norma con la voluntad divina. No debería limitarse la religión a ser una mera sacralización de las prohibiciones”. Por eso, en nuestro espacio comunitario, debemos aprender a desacralizar la culpa mediante la identificación de la misma para que podamos abrir el camino de la reparación. Una reparación que consiste en poder acceder a la libertad y a la responsabilidad para poder ir abriéndome a posibilidades de ir creciendo escogiendo y, por tanto, a dejar de sentir culpa.

         4.1  Una reparación marcada por el acceso a la libertad que no significa ausencia de ley y vinculación a las normas, sino capacidad de discernimiento libre y de decisión autónoma. Es llegar a una etapa de maduración donde poder desarrollarnos en un espacio de autonomía donde cada uno decide para su vida lo que está bien y lo que está mal, sin estar controlados ni manipulados por otros que tratan de decirnos, en nombre de Dios, cómo hemos de vivir. Sin embargo, el uso de la libertad autónoma dentro de la comunidad, se vive a menudo como una transgresión que es menester satanizar mediante la presentación de un Dios como figura indignada y celosa de la libertad humana. En este sentido, Jesús de Nazaret anunció un Dios que rompía con estos moldes. Por eso su mensaje, demasiado original para ser tolerado, enfatizaba la búsqueda de la libertad, de la autonomía, mediante el conocimiento de la verdad. Lógicamente, este discurso teológico es rápidamente domesticado y sacado del discurso pastoral.

No obstante, “mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles” (1ª Corintios 8:9), porque “no en todos hay este conocimiento” (v.7). Por lo tanto, sepamos ser prudentes en la práctica de nuestra libertad porque podríamos estar alimentando el sentimiento de culpa en aquellos que aún no han interiorizado el conocimiento de que se tiene que vivir en esta libertad. Por eso, frente aquellos que “son estimulados” a vivir en libertad, a causa de nuestro ejemplo, sin estar preparados en conciencia, debemos dedicar toda nuestra atención para dirigirlos hacia el conocimiento de la libertad que tenemos en Cristo Jesús.

         4.2  Una reparación marcada por el acceso a la responsabilidad porque vivir en un espacio de libertad, es tomar las riendas de mi vida y responder a mi mismo, a la voz de mi conciencia. Por eso, acceder a la libertad implica acceder a la responsabilidad que viene a ser nada menos que el presupuesto de la libertad. Sin responsabilidad, la libertad derivaría en libertinaje, puesto que nos veríamos privados de la capacidad de respuesta ante nosotros. Y antes que buscar elementos justificativos ante los demás del resultado de nuestra conducta, es ante nuestra conciencia con quien tenemos que rendir cuentas. Por eso, una persona que vive de forma autónoma, sabrá responder responsablemente ante las acciones y actitudes que van de acuerdo con su conciencia y ante la llamada de los valores que lo humanizan.

En este sentido, autonomía y responsabilidad conforman los ejes centrales de la conversión, porque conversión no significa rendirse a la sumisión, sino que conversión, como nos dice un teólogo catalán: “es un acceso a la condición adulta de la experiencia religiosa, a la capacidad de vivir liberándonos progresivamente de las leyes, sumisiones y ritualismos ligados a las etapas infantiles”.
Somos adultos y, como tales, Dios nos invita a la fiesta, a la alegría del perdón por su gracia. Un perdón gratuito libre de imposiciones, que tanto nos cuesta aceptar y por eso decidimos administrarlo bajo nuestro control, imponiendo cargas que se hacen insoportables de llevar y que nos conducen a vivir bajo la amargura del sentimiento de culpa.
Como nos dice el mismo teólogo: “la iglesia realizaría una labor humanizadora importantísima si acertase a establecer unos signos que mostrasen que los mecanismos de la culpa pueden romperse gracias al anuncio de un perdón gratuito sin ningún interés de control ni de compensación.”

 

 

        

 

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