martes, 1 de marzo de 2016

Una visión del hombre desde la periferia (2)


1.-  Una mirada desacralizadora

Desde el conocimiento de nuestro ámbito evangélico, de lo que somos y de lo que cada uno de nosotros llevamos dentro de nuestra mochila, podemos decir que ésta va a ser una de las miradas más difíciles de llevar a la práctica. Porque tener una mirada desacralizadora  implica tener una pérdida del carácter sagrado respecto al espacio donde desarrollamos nuestra fe. Deshacernos de nuestros hábitos religiosos y tener que aprender a vivir sin tener que depender de ellos, haciendo que nuestra vida se realice de forma independiente de los elementos sacrales y religiosos. Para nosotros, tener una mirada desacralizadora puede representar el vivir en la orfandad, porque podemos llegar a tener cierto sentimiento de vacío, porque esa mirada nos lleva a liberar a la fe de los esquemas impuestos. Es llevarla al límite de la desnudez, donde la fe ya no vive al amparo de los ritos, de la liturgia, de la simbología. Pongamos un ejemplo: El elemento esencial de la cena es el contacto de unos con los otros en el encuentro mutuo, en un espacio donde brota el diálogo. En ningún momento el discurso bíblico nos muestra que la necesidad de un local y muchos menos que haya una liturgia solemne, sea lo que define la cena. En eso consiste la desacralización de nuestro espacio.
Un espacio en el que nos encontramos tan ligados a nuestros compromisos religiosos, tan impregnados de todas aquellas cosas que, formando parte de la tradición y de nuestras costumbres comunitarias, se han ido abriendo paso entre lo divino hasta convertirse en aspectos esenciales de nuestra vida comunitaria. Un espacio que viene a ser como una burbuja invisible que nos rodea y que tendemos a preservar con más o menos contundencia porque lo necesitamos a nuestro alrededor para sentirnos seguros, tranquilos y libres. Estamos tan sacralizados que nos cuesta encontrar un espacio donde podamos ver al hombre cara a cara. Es por eso que el desarrollo de nuestra fe debe estar caracterizada por una pérdida de lo sagrado en favor de un encuentro con lo humano. Cerrarnos a lo que nosotros consideramos divino, para abrirnos al hombre.
Para tener acceso a esta mirada, tenemos que adquirir conciencia de que debemos despojarnos de lo divino. Y en este sentido, nuestro paradigma no puede ser otro que el mismo Jesús, quien rompió los esquemas de lo divino para tener un acercamiento con lo humano. Un acercamiento que se produce desde el mismo instante de su nacimiento, porque éste ya vino marcado por un despojo de la divinidad (Fil. 2).
Desde el mismo instante en que Jesús toma conciencia de su vocación, su fijación no es presentarse ante el pueblo como aquel que cumple con todos los requisitos de la ley, llevando una vida social exquisita para que la gente pueda ver en él el paradigma de lo que es vivir en la ley. Lejos de esta realidad, Jesús comienza a ser conocido y termina siendo temido hasta acabar siendo condenado por sus continuos quebrantos de la ley. Porque la mirada de Jesús va dirigida a los hombres y mujeres de su tiempo. Y a ellos se abre para acercarles el reino, que no es otra cosa que transmitirles la realidad de la presencia de Dios en medio de ellos. Y a través de esa presencia poder comprobar su amor, su generosidad, su cercanía, su preocupación. En tiempos de Jesús, a esa actitud se le calificaba como ser comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores, blasfemo, hijo del diablo y mentiroso. Pero a Jesús no le importó, sino que desde lo inmundo se abrió a los que eran inmundos, desde la miseria se abrió a los miserables, desde la impureza se abrió a los impuros y desde la condena se abrió a los condenados. Todo con el propósito de buscar la reparación en el ser humano. Por eso, su mirada también es

2.-  Una mirada reparadora
 
Por eso su acercamiento a las personas que le rodean se produce desde un marco reparador. Atiende a las personas que están rotas para componerlas, para subsanar los daños que han provocado la situación en que se encuentran. Unos daños que no solo se han producido por su incredulidad en el Dios de Israel, sino sobre todo por la perversa enseñanza de los líderes religiosos en cuanto a la persona de Dios y su relación con el ser humano. De ahí que Jesús tenga la capacidad de identificarse con la gente sencilla compartiendo con ellos sus sentimientos y, en cambio, sienta la necesidad de ser duro y violento con los líderes religiosos (Mt. 23). Porque la mirada que ellos tienen sobre la gente, proyecta un pensamiento condenatorio por su indignidad de poderse presentar ante Dios por su falta de pureza. Hablando en nombre de Dios, deciden quién podía o no ser dignos de la gracia de Dios.
Con el paso de los años, este pensamiento tradicional se ha ido manteniendo firme entre el cristianismo, proclamando a viva voz que el ser humano está hundido y necesariamente condenado al fracaso. Y continuamos, hablando en nombre de Dios, decidiendo quién puede o no presentarse delante de Dios. Lamentablemente, este pensamiento nos lleva a tener una mirada del hombre como alguien que no tiene remedio, que no puede repararse. Pero como todos sabemos, y proclamamos, por la gracia de Dios el hombre puede ordenar sus pensamientos y componer las roturas producidas en su vida. Por eso la realidad primera de Jesús no es el pecado, sino la gracia. Para él lo verdaderamente urgente es que las personas descubrieran el amor de Dios, la belleza de la alianza, la libertad de la gracia y de la salvación para después, poder comprender la situación anterior en que se encontraban de esclavitud y pecado. Porque el sentido del pecado consiste en el descubrimiento de la satisfacción que produce el conocimiento del amor de Dios. Cuando somos inundados por el amor de Dios, es cuando percibimos nuestro pecado.
Por eso la proclamación de Jesús no iba dirigida hacia una cristianización de las masas, como puede ser nuestra manera de entender la evangelización, sino hacia una recuperación de la humanización del hombre. Una función reparadora que va dirigida hacia el descubrimiento y potenciación de los valores que forman parte de la esencia del ser humano. Que son hombres y mujeres con capacidad de amar a Dios y al prójimo; que son capaces de buscar el bien y llevarlo a la práctica. Con este fin, Jesús realiza un vasto despliegue de la gracia de Dios mediante la cual deja bien patente que Dios sale al encuentro del hombre, sea quien sea, sea como sea, para mostrarle la intensidad de su amor y que el disfrute de su amor no está condicionado por nada ni por nadie. De esta manera, Jesús devuelve la dignidad al ser humano rompiendo con los mitos impuestos por los religiosos de que el hombre no puede ser merecedor de la generosidad de Dios. Con el “ve y no peques más” se produce el inicio del camino hacia el encuentro con lo humano. La esperanza de conseguir la recuperación de la dignidad perdida. A esto se refiere Pablo cuando comenta: “esto erais antes……mas ahora….” 
El movimiento que Jesús pone en marcha mediante su actuación, es la necesidad de resituar de nuevo al hombre dentro de la experiencia gozosa de la gracia y del amor de Dios. Es por esto que Jesús mantiene una mirada esperanzadora de que lo imposible se hace posible: el hombre puede llegar a ser enteramente hombre y no puede renunciar a esto.

3.-  Una mirada esperanzadora

Con la llegada del reino, el hombre tiene la posibilidad de abrirse hacia un futuro mejor. Un futuro que se presenta como alcanzable, mediante la aceptación de la gracia de Dios manifestada en la cercanía del reino a través de Jesús. Y en esa aceptación Jesús mantiene viva la esperanza de que el hombre retome su dignidad.
Es por esto que debemos ver la proclamación de Jesús: “el reino de Dios se ha acercado”, como el elemento primordial de su vocación y a éste se van agregando otros para conformar como un todo su ministerio. Un ministerio que tenemos que analizar en su totalidad pero tomando la proximidad del reino como núcleo central del  mismo.
Mediante la proclamación de la cercanía del reino, Jesús pone en cuestión la sociedad religiosa y política de su tiempo en todo aquello que tenía de injusta y de contraria a la libertad y el amor. Y por esto Jesús muere víctima de las estructuras sociales, culturales, políticas y religiosas, porque su vida fue una protesta y un esfuerzo de liberación en relación a este estado de cosas. Y además incitó a sus oyentes a tomar postura para que tomara partido contra todas las formas de injusticia.
Este conflicto le llevó a la cruz, que no es ni más ni menos que el punto de culminación del movimiento que se inicia con Jesús, pero siendo resucitado, Dios tomó postura en favor de Jesús, por lo que, mostrándose como el Dios de la proximidad, pone de manifiesto su preocupación por todos aquellos que, siendo su creación, sufren la injusticia por el orden establecido de los que tiene el poder.
En el nuevo espacio que se inaugura por la presencia de Jesús, como demostración de que el reino de Dios se ha acercado, todo aquel que acepta la gracia de Dios es acogido por El sin importar raza, género o condición social. Lejos de esta realidad, nosotros centralizamos la preocupación de Dios solo por su pueblo porque concentramos el discurso bíblico en la historia de la relación de Dios con Israel (A.T.) y más adelante en el nacimiento y desarrollo de la iglesia (N.T.). Sin embargo, la religión bíblica, desde su momento fundacional con Moisés, se encuentra ligada a un Dios comprometido y preocupado por los seres humanos, sobre todo y ante todo, por los marginados y humillados.
Los profetas insistirán constantemente en este discurso hasta llegar a Jesús, donde este pensamiento alcanzará su máxima culminación poniendo en crisis a su religión que durante tanto tiempo había mantenido en oculto la proximidad de Dios con su creación. Jesús vino a derribar los muros que con tanto empeño se habían ido fabricando a lo largo de los años para preservar de contaminación al Dios tres veces santo. La indignidad del hombre ante Dios por su pecado, no podía permitir que éste pudiera tener acceso a la santidad de Dios. Así pues, el pecado que se interpone entre Dios y el hombre, provoca una retirada de Dios de la presencia del hombre, a la espera de que éste se arrepienta y vuelva a El.
Sin embargo con la llegada de Jesús, este pensamiento que alimenta la visión caduca de la religión con respecto a la lejanía de Dios, por culpa del pecado, entra en crisis para poner al descubierto que, de la misma manera que la liberación del Éxodo va a iluminar el relato del Génesis donde se muestra que la creación es fruto directo del amor de Dios y que por este motivo la presencia de Dios en el mundo será de salvación, asimismo la presencia de Jesús va a iluminar la concepción del reino al poner de manifiesto que, lejos de la realidad proclamada por la religión, Dios está abierto al hombre. Por eso la vocación de Jesús es anunciar que “el reino de Dios está presente”. Y con el reino, la presencia del Rey, que es lo que define y da sentido al reino.
A partir de esta comprensión de la proximidad de Dios, los que se adhieren a Jesús, y entran en ese reino para disfrutar de la gracia, adquieren el compromiso de desplegar la gracia de Dios hacia el hombre. Para eso se requiere ver al hombre cara a cara y aceptarlo como lo que es: creatura de Dios y que su esencia queda definida en las palabras del Génesis: ”y vio Dios que era bueno”.
Por eso, el evangelio nos interpela a todos a un compromiso radical por el hombre y la sociedad. Por eso los fieles debemos saber insertarnos entre los hombres de buena voluntad que buscan los valores humanos, para ejercer desde ahí la crítica social. Como bien recoge el Vaticano II: “los creyentes y los no creyentes de buena voluntad deben contribuir juntos a construir en la historia el futuro del hombre”.
 
A todos aquellos que con vuestro ejemplo contribuís a enseñarme que la vida hay que observarla desde el encuentro con Jesús “fuera del campamento”, desde la periferia, gracias.

 

 

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